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sábado, 13 de diciembre de 2014

EVANGELIZAR COMUNITARIAMENTE Y CON ALEGRÍA


EL COMPROMISO
HA DE SER COMUNITARIO

(En la crisis del compromiso comunitario)

Así como el mandamiento de ‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, en el contexto en el que nos toca vivir y actuar con exceso de “diagnósticos”, nos corresponde mirar las cosas con otra mirada más evangélica, más misionera: hoy tenemos que decir NO a una economía de la exclusión y la inequidad. Porque esa economía mata: la alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de respeto y de violencia crecen, las desigualdades son cada vez más patentes. (50)
 

Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del “derrame”, que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Lo cual resulta ser falso, pues el mercado sólo enriquece a unos pocos. Es un rechazo a la ética, es un desprecio a la Justicia.

Es necesario que quienes creemos en la Humanidad de hermanos, hijos del mismo Padre-Dios, digamos NO a la idolatría del dinero. No a la dictadura de la economía sin rostro y sin objetivo verdaderamente humano. ¡El dinero debe servir, no gobernar!
 
 
Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando. (53 y 54).

El sistema social y económico establecido es injusto de raíz. El consumo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino al tejido social. (59)

La difusa indiferencia relativista, la cultura predominante de lo exterior, lo rápido y superficial. (61)

El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable a los cambios.
 

El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. (64 y 67).

Los escándalos dentro de la Iglesia (motivos de dolor y de vergüenza para todo el Pueblo de Dios), por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, no deben hacer olvidar cuántos otros cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. (76).
 

Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. (81).

¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora! (83)
 
 
No al pesimismo estéril. Los males el mundo y de la Iglesia no deben ser excusas para nuestra entrega sino desafíos para crecer.

Una de las tentaciones es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos con cara de vinagre.

El triunfo cristiano es siempre una cruz que es a ala vez bandera de victoria.

¡No nos dejemos robar la esperanza! (84-86).
 

Descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos. Salir de sí mismos para unirse a otros hace bien. Superar la sospecha, la desconfianza permanente. No renunciar al realismo de la dimensión social del Evangelio que siempre nos invita a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, de la otra. (87).

La fe en el Hijo de Dios encarnado es inseparable del don en sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros seres humanos.

El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura. (88).

Mas que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromiso con el otro.
 

Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas porque han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Son aptas para alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas.

Se trata de aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos.

También es aprender a sufrir  en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad.

La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. (89-91).

La verdadera relación con los demás que realmente nos sana es una fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, descubrir a Dios en cada ser humano, tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios, abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como busca su Padre bueno.

¡No nos dejemos robar la comunidad! (92)
 

La mundanidad puede alimentarse de dos maneras. Una es la fascinación por el subjetivismo que clausura en la propia razón y los sentimientos. La otra es de la gente que sólo confía en sus propias fuerzas y a sentirse superiores a los demás por ser fieles a cierto “estilo católico” propio del pasado; es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente.

De estas formas desvirtuadas, no puede brotar un auténtico dinamismo evangelizador.

La oscura mundanidad se manifiesta cuando hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la liturgia o de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo de Dios y en las necesidades concretas de la historia.

O bien se despliega un funcionalismo empresarial donde el principal beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización.

En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado; se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo.

Hay que evitar la tremenda corrupción con apariencia de bien, poniendo a la Iglesia en movimiento de salida de sí: de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres.

¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales!

¡No nos dejemos robar el Evangelio! (93-97).
 

Dentro del Pueblo de Dios, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! El su búsqueda por el poder, prestigio, placer o seguridad económica.

Es necesario, ya va siendo hora de que mujeres y hombres cristianos, de todas las comunidades del mundo, nos pongamos a dar testimonio de comunión fraterna, hasta que se vuelva algo atractivo y resplandeciente. Que todo el mundo pueda admirar cómo nos cuidamos unos de otros, cómo nos damos aliento mutuamente y cómo nos acompañamos. ¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos  la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos. (98-99).

Es muy doloroso comprobar cómo en algunas comunidades cristianas… se siguen consintiendo diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con estos comportamientos?

Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, en contra de todo!

¡No nos cansemos de hacer el bien! Rezar por aquella persona con quien estamos irritados es un hermoso paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy!

¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno! (100-101).

Los laicos, que somos la mayoría del Pueblo de Dios, hemos de tener conciencia de ello. Sabiendo que no estamos para servir a los ministerios ordenados, sino que en la Iglesia ¡todos estamos para servir!


Cada vez es más reconocido el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares… La especial atención femenina hacia los otros… Pero todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales.

Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.

El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal “nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad”. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. (102-104).

La pastoral juvenil ha sufrido el embate de los cambios sociales… La juventud actual no suele encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades y heridas.

 
Aunque no siempre sea fácil, hay que escucharles con paciencia, comprender sus reclamos, hablarles en su lenguaje. La proliferación de asociaciones juveniles puede interpretarse como una acción del Espíritu que abre caminos acordes a sus expectativas y búsqueda de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más concreto.

Se hace necesario ahondar en la participación de la juventud en la pastoral de conjunto de la Iglesia.

Hay dos aspectos en los que seguir creciendo: la conciencia de que toda la comunidad está evangelizando y educando a las nuevas generaciones y también la urgencia de que ellas tengan un protagonismo mayor.

Mucha es la juventud que se solidariza ante los males del mundo y se embarca en diversas formas de militancia y voluntariado. Amplia es la participación de gente joven en la vida de la Iglesia, integrando grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras.

¡Qué bueno es que los jóvenes sean “callejeros de la fe”, felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra! (105-106).


En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida religiosa. Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo… Es la vida fraterna y fervorosa la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización… Que las motivaciones no sean las inseguridades afectivas, búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico. (107).

Toda una invitación a las comunidades cristianas a tomar conciencia de sus desafíos propios y cercanos.

Es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos porque aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente los mismos errores del pasado.
 

Los jóvenes siempre llaman a despertar y acrecentar la esperanza…, abriéndonos al futuro de manera que no nos quedemos anclados en la nostalgia y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo actual. (108).

Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada.

¡No nos dejemos robar la fuerza misionera! (107-109).

 


 

NOS CUESTIONAMOS:

- ¿Somos conscientes de la crisis real de nuestros compromisos comunitarios?

- ¿Entendemos  que la Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio?

- ¿Qué transmitimos, individualmente o como grupo creyente?, ¿cómo decimos NO a la economía de la exclusión y la inequidad que padecemos?, ¿economía de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso mata al más débil?

- ¿Cómo sentimos y vivimos los escándalos dentro de la Iglesia, con vergüenza, con resignación?, ¿lo comparamos con cuántos otros cristianos dan la vida por amor en los lugares más pobres de la tierra y pensamos que es un mal menor…?

- ¿Pasamos de todo y de todos, reduciendo la fe al ámbito de lo privado y de lo íntimo?, ¿hemos entrado en el individualismo posmoderno y globalizado, despreocupándonos de favorecer el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas?

- ¿Qué hacemos con nuestro tiempo libre?, ¿nos ocupamos en alimentar nuestras potencialidades relacionales y evitamos quedarnos en “fugas” individualistas?

- ¿Nos dejamos caer en la tentación del pesimismo estéril?, ¿vamos por la vida sintiéndonos derrotados, pesimistas quejosos con cara de vinagre?

- ¿Cómo respondemos al desafío de responder a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromisos reales con el otro?

- ¿Y la religiosidad popular, valoramos lo que de bueno puede tener?, ¿la rechazamos tangencialmente?, ¿acaso nos dejamos absorber por sus atractivos estéticos, entrando en el consumo de un “tipismo” desinhibido  de la realidad?

- ¿Evitamos la mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, buscando quizás la propia gloria humana y el bienestar personal?

- ¿Somos conscientes del error de confiar sólo en las propias fuerzas o de sentir superioridad frente a los demás?

- ¿Cómo damos testimonio de comunión fraterna?, ¿hasta que sea algo atractivo y resplandeciente?, ¿es de admirar cómo nos cuidamos unos de otros, cómo nos damos aliento mutuamente y cómo nos acompañamos?

- ¿Cómo vivimos el laicado?, ¿tenemos conciencia de que estamos para servir a no a la institución Iglesia sino al mundo?

- ¿Qué pensamos del aporte de la mujer en la Iglesia?, ¿y del sacerdocio reservado a los varones?

- ¿Cómo apostamos por la mayor participación de la juventud en la pastoral de conjunto de la Iglesia?

- ¿Tenemos conciencia de nuestra responsabilidad misionera, frente a tantos desafíos a superar en el mundo de hoy?

- ¿Qué podemos aportar para, siendo realistas, no perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada?

 

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