EL COMPROMISO
HA DE SER
COMUNITARIO
(En la crisis del compromiso comunitario)
Así como el mandamiento de
‘no matar’ pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, en el
contexto en el que nos toca vivir y actuar con exceso de “diagnósticos”, nos
corresponde mirar las cosas con otra mirada más evangélica, más misionera: hoy tenemos que decir NO a una economía de la
exclusión y la inequidad. Porque esa economía mata: la alegría de vivir
frecuentemente se apaga, la falta de respeto y de violencia crecen, las
desigualdades son cada vez más patentes. (50)
Hoy todo entra dentro del
juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se
come al más débil. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del “derrame”,
que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de
mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el
mundo. Lo cual resulta ser falso, pues el mercado sólo enriquece a unos pocos. Es
un rechazo a la ética, es un desprecio a la Justicia.
Es necesario que quienes
creemos en la Humanidad de hermanos, hijos del mismo Padre-Dios, digamos NO a
la idolatría del dinero. No a la dictadura de la economía sin rostro y sin
objetivo verdaderamente humano. ¡El dinero debe servir, no gobernar!
Esta opinión, que jamás ha
sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la
bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados
del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen
esperando. (53 y 54).
El sistema social y
económico establecido es injusto de raíz. El consumo desenfrenado unido a la
inequidad es doblemente dañino al tejido social. (59)
La
difusa indiferencia relativista, la cultura predominante de lo exterior, lo
rápido y superficial. (61)
El
proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo
privado y de lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido
una creciente deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado
personal y social y un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación
generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios.
El
individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida
que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas,
y que desnaturaliza los vínculos familiares. (64 y 67).
Los
escándalos dentro de la Iglesia (motivos de dolor y de vergüenza para todo el
Pueblo de Dios), por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, no deben hacer olvidar cuántos otros cristianos dan
la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios
hospitales, o acompañan personas esclavizadas por diversas adicciones en los
lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la educación de niños y
jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores
en ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran ese
inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. (76).
Cuando más necesitamos un
dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar
alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que
les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo,
conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la
tarea durante varios años. Pero algo semejante
sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. (81).
¡No nos dejemos robar la
alegría evangelizadora! (83)
No al pesimismo estéril.
Los males el mundo y de la Iglesia no deben ser excusas para nuestra entrega
sino desafíos para crecer.
Una de las tentaciones es
la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos con cara de vinagre.
El triunfo cristiano es
siempre una cruz que es a ala vez bandera de victoria.
¡No nos dejemos robar la
esperanza! (84-86).
Descubrir y transmitir la
mística de vivir juntos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de
apoyarnos. Salir de sí mismos para unirse a otros hace bien. Superar la
sospecha, la desconfianza permanente. No renunciar al realismo de la dimensión
social del Evangelio que siempre nos invita a correr el riesgo del encuentro
con el rostro del otro, de la otra. (87).
La fe en el Hijo de Dios
encarnado es inseparable del don en sí, de la pertenencia a la comunidad, del
servicio, de la reconciliación con la carne de los otros seres humanos.
El Hijo de Dios, en su
encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura. (88).
Mas que el ateísmo, hoy se
nos plantea el desafío de responder a la sed de Dios de mucha gente, para que
no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin
compromiso con el otro.
Las formas propias de la
religiosidad popular son encarnadas porque han brotado de la encarnación de la
fe cristiana en una cultura popular. Son aptas para alimentar potencialidades
relacionales y no tanto fugas individualistas.
Se trata de aprender a
descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos.
También es aprender a
sufrir en un abrazo con Jesús
crucificado cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos
jamás de optar por la fraternidad.
La
mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad
e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la
gloria humana y el bienestar personal. (89-91).
La verdadera relación con
los demás que realmente nos sana es una fraternidad mística, contemplativa, que
sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, descubrir a Dios en cada ser
humano, tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de Dios,
abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad de los demás como
busca su Padre bueno.
¡No nos dejemos robar la
comunidad! (92)
La mundanidad puede
alimentarse de dos maneras. Una es la fascinación por el subjetivismo que
clausura en la propia razón y los sentimientos. La otra es de la gente que sólo
confía en sus propias fuerzas y a sentirse superiores a los demás por ser
fieles a cierto “estilo católico” propio del pasado; es una supuesta seguridad
doctrinal o disciplinaria. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás
interesan verdaderamente.
De estas formas
desvirtuadas, no puede brotar un auténtico dinamismo evangelizador.
La oscura mundanidad se
manifiesta cuando hay un cuidado ostentoso de la liturgia, de la liturgia o de
la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin preocuparles que el
Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo de Dios y en las necesidades
concretas de la historia.
O bien se despliega un
funcionalismo empresarial donde el principal beneficiario no es el Pueblo de
Dios sino la Iglesia como organización.
En todos los casos, no
lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado; se encierra en
grupos elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas
multitudes sedientas de Cristo.
Hay que evitar la tremenda
corrupción con apariencia de bien, poniendo a la Iglesia en movimiento de
salida de sí: de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los pobres.
¡Dios nos libre de una
Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales!
¡No nos dejemos robar el
Evangelio! (93-97).
Dentro del Pueblo de Dios,
¡cuántas guerras por envidias y celos, también entre cristianos! El su búsqueda
por el poder, prestigio, placer o seguridad económica.
Es necesario, ya va siendo
hora de que mujeres y hombres cristianos, de todas las comunidades del mundo,
nos pongamos a dar testimonio de comunión fraterna, hasta que se vuelva algo
atractivo y resplandeciente. Que todo el mundo pueda admirar cómo nos cuidamos
unos de otros, cómo nos damos aliento mutuamente y cómo nos acompañamos.
¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos
hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia
de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de todos. (98-99).
Es muy doloroso comprobar
cómo en algunas comunidades cristianas… se siguen consintiendo diversas formas
de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos de
imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que
parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con estos
comportamientos?
Pidamos al Señor que nos
haga entender la ley del amor. ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los
otros en contra de todo! Sí, en contra de todo!
¡No nos cansemos de hacer
el bien! Rezar por aquella persona con quien estamos irritados es un hermoso
paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy!
¡No nos dejemos robar el
ideal del amor fraterno! (100-101).
Los laicos, que somos la
mayoría del Pueblo de Dios, hemos de tener conciencia de ello. Sabiendo que no
estamos para servir a los ministerios ordenados, sino que en la Iglesia ¡todos
estamos para servir!
Cada
vez es más reconocido el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con
una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares… La especial
atención femenina hacia los otros… Pero todavía es necesario ampliar los
espacios para una presencia femenina más incisiva tanto en la Iglesia como en
las estructuras sociales.
Las
reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer
tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la
desafían y que no se pueden eludir superficialmente.
El sacerdocio reservado a los varones, como signo de Cristo Esposo
que se entrega en la Eucaristía, es una cuestión que no se pone en discusión,
pero puede volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la
potestad sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal “nos encontramos en el ámbito de la función, no de la
dignidad ni de la santidad”. El sacerdocio ministerial es uno de los medios que
Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad viene del
Bautismo, que es accesible a todos. (102-104).
La pastoral juvenil ha
sufrido el embate de los cambios sociales… La juventud actual no suele
encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades y heridas.
Aunque no siempre sea
fácil, hay que escucharles con paciencia, comprender sus reclamos, hablarles en
su lenguaje. La proliferación de asociaciones juveniles puede interpretarse
como una acción del Espíritu que abre caminos acordes a sus expectativas y
búsqueda de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más
concreto.
Se hace necesario ahondar
en la participación de la juventud en la pastoral de conjunto de la Iglesia.
Hay dos aspectos en los que
seguir creciendo: la conciencia de que toda la comunidad está evangelizando y educando
a las nuevas generaciones y también la urgencia de que ellas tengan un
protagonismo mayor.
Mucha es la juventud que se
solidariza ante los males del mundo y se embarca en diversas formas de
militancia y voluntariado. Amplia es la participación de gente joven en la vida
de la Iglesia, integrando grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras.
¡Qué bueno es que los
jóvenes sean “callejeros de la fe”, felices de llevar a Jesucristo a cada
esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra! (105-106).
En muchos lugares escasean
las vocaciones al sacerdocio ministerial y a la vida religiosa. Frecuentemente esto
se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo
cual no entusiasma ni suscita atractivo… Es la vida fraterna y fervorosa la que
despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización… Que
las motivaciones no sean las inseguridades afectivas, búsquedas de formas de
poder, glorias humanas o bienestar económico. (107).
Toda una invitación a las
comunidades cristianas a tomar conciencia de sus desafíos propios y cercanos.
Es conveniente escuchar a
los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los
ancianos porque aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita
a no repetir tontamente los mismos errores del pasado.
Los jóvenes siempre llaman
a despertar y acrecentar la esperanza…, abriéndonos al futuro de manera que no
nos quedemos anclados en la nostalgia y costumbres que ya no son cauces de vida
en el mundo actual. (108).
Los desafíos están para superarlos.
Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega
esperanzada.
¡No nos dejemos robar la
fuerza misionera! (107-109).
NOS CUESTIONAMOS:
- ¿Somos conscientes de la crisis real de nuestros compromisos
comunitarios?
- ¿Entendemos que la Iglesia tiene que ser el lugar de la
misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado,
perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio?
- ¿Qué transmitimos,
individualmente o como grupo creyente?, ¿cómo decimos NO a la economía de la exclusión y la inequidad que padecemos?, ¿economía
de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso mata al
más débil?
-
¿Cómo sentimos y vivimos los escándalos dentro de la Iglesia, con vergüenza,
con resignación?, ¿lo comparamos con cuántos otros cristianos
dan la vida por amor en los lugares más pobres de la tierra y pensamos que es
un mal menor…?
- ¿Pasamos de todo y de
todos, reduciendo la fe al ámbito de lo
privado y de lo íntimo?, ¿hemos entrado en el individualismo posmoderno y
globalizado, despreocupándonos de favorecer el desarrollo y la
estabilidad de los vínculos entre las personas?
- ¿Qué hacemos con nuestro tiempo
libre?, ¿nos ocupamos en alimentar nuestras potencialidades relacionales y evitamos
quedarnos en “fugas” individualistas?
- ¿Nos dejamos caer en la
tentación del pesimismo estéril?, ¿vamos por la vida sintiéndonos derrotados, pesimistas
quejosos con cara de vinagre?
- ¿Cómo respondemos al
desafío de responder a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen
apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin compromisos
reales con el otro?
- ¿Y la religiosidad
popular, valoramos lo que de bueno puede tener?, ¿la rechazamos
tangencialmente?, ¿acaso nos dejamos absorber por sus atractivos estéticos, entrando
en el consumo de un “tipismo” desinhibido de la realidad?
-
¿Evitamos la mundanidad espiritual, que se esconde detrás de
apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, buscando quizás la propia
gloria humana y el bienestar personal?
- ¿Somos conscientes del
error de confiar sólo en las propias fuerzas o de sentir superioridad frente a los
demás?
- ¿Cómo damos testimonio de
comunión fraterna?, ¿hasta que sea algo atractivo y resplandeciente?, ¿es de admirar
cómo nos cuidamos unos de otros, cómo nos damos aliento mutuamente y cómo nos
acompañamos?
- ¿Cómo vivimos el
laicado?, ¿tenemos conciencia de que estamos para servir a no a la institución Iglesia
sino al mundo?
-
¿Qué pensamos del aporte de la mujer en la Iglesia?, ¿y del sacerdocio
reservado a los varones?
- ¿Cómo apostamos por la mayor
participación de la juventud en la pastoral de conjunto de la Iglesia?
- ¿Tenemos conciencia de
nuestra responsabilidad misionera, frente a tantos desafíos a superar en el
mundo de hoy?
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