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sábado, 3 de diciembre de 2011

FRANCISCO DE JAVIER


FRANCISCO   DE   JAVIER

Nació en el año 1506, de noble familia, en el castillo de Javier, o de los Jaso, cerca de Pamplona, en Navarra.

Bautizado con el nombre de Francisco de Jassu y Xavier Azpilicueta, siendo Francisco Xavier el menor de cinco hermanos.


Su infancia estuvo marcada por la guerra entre Castilla y Navarra, que terminó con la anexión de este reino, en la cual sus hermanos pelearon y fueron derrotados.

Hacia 1525,  Francisco Xavier se encontraba estudiando en París. En esos años, en la pensión estudiantil, conoció a Pedro Fabro y a otro estudiante de mayor edad, Ignacio de Loyola. Así es como, mientras estudiaba en París, se unió al primer grupo de san Ignacio de Loyola.
A través de esta amistad, Francisco Javier fue uno de los fundadores de la Compañía de Jesús en 1534. Tres años más tarde, él e Ignacio de Loyola fueron ordenados presbíteros en Venecia, y Francisco Xavier ocupó el cargo de primer secretario de esta Orden.

En 1541 fue destinado por san Ignacio a la misión de las Indias portuguesas. Desde Goa desarrolló una intensísima actividad misional. Él fue uno de los primeros compañeros de san Ignacio que, movido por el ardor de dilatar el Evangelio, anunció diligentemente a Cristo a innumerables pueblos en la India, en las Molucas y otras islas, y después en el Japón, convirtiendo a muchos a la fe.

Francisco Xavier comenzó su destacada vida misionera como enviado del papa Pablo III y del rey de Portugal, Juan II, vía Mozambique, a Goa, la colonia portuguesa en el oeste de la India, donde tuvo un gran éxito.


Cuatro años más tarde, en 1545, empezó a extender su labor evangélica más allá de la India continental, llegando a las islas Molucas y a las islas del archipiélago malayo.

A finales de esa década, cuando los europeos habían llegado por primera vez a Japón,  Francisco Xavier decidió viajar allá para fundar la primera comunidad de cristianos, lo cual logró, no sin numerosas dificultades, con ayuda de tres japoneses que había conocido y bautizado en Goa.

La comunidad se estableció en Kagoshima, y a pesar de que le fue negada la entrevista con el emperador nipón en Kyoto, su misión logró convertir y bautizar a más de un millar de personas.

Siempre buscando llevar cada vez más lejos el mensaje de Jesús, en 1552, nombrado ya Provincial de la Compañía de Jesús, se propuso iniciar la evangelización de China.

El grupo que él comandaba llegó a la isla de Shang Ch´uan (San Xon), frente a Cantón, a las puertas de China. Ahí, en espera de una barca que los llevara hasta el importante puerto chino, San Francisco Xavier contrajo una enfermedad fulminante, hasta que ahí,  consumido por la enfermedad y los trabajos (su impaciente ardor misionero le llevó a bautizar a unas treinta mil personas) fallece a los 46 años de edad. Era el 3 de diciembre de 1552.


Cuando Francisco murió,  su cuerpo fue puesto en una caja de madera y cubierto con dos capas de cal viva. Dos meses mas tarde el barco Santa Cruz transportó el cuerpo a Malaca donde fue enterrado en una iglesia sin ataud.

En diciembre de 1553 el cadaver fue desenterrado y puesto en un ataud para ser transportado a la ciudad de Goa. El 15 de marzo de 1554 el cuerpo llega a Goa y es puesto en un sarcófago en la Iglesia del Colegio de San Pablo. En 1622 la Iglesia Católica lo canoniza pero las noticias no llegan a Goa hasta 1623. En 1624 el cuerpo es nuevamente transferido a la Capilla de San Francisco de Borgia en la Iglesia de Bom Jesus. Allí se expone el cadaver en una caja de plata.

San Francisco Xavier fue canonizado en 1622 por el papa Gregorio XV. Benedicto XIV le declaró, en 1748, patrono de Oriente. Pio X, le nombró patrón de la Propagación de la fe y patrón Universal de las Misiones.



“El Divino Impaciente” fue la primera obra de teatro que escribió José María Pemán, en 1933.  Es un poema dramático en verso, dividido en un prólogo, tres actos y un epílogo. La obra tuvo un gran éxito de crítica tanto en España como en América, incluso algunas escenas fueron traducidas al árabe, para su representación en Beirut.



Desde aquí os invitamos a leerla, que merece la pena:

EL DIVINO IMPACIENTE


POEMA DRAMÁTICO EN VERSO, DIVIDIDO EN UN PRÓLOGO, TRES ACTOS Y UN EPÍLOGO



NOTA BREVE

"El divino impaciente se escribió en veintidós días, así como usted lo oye, en el pasado mes de junio". Así lo contaba el empresario teatral Manuel Herrera Oria en el periódico La Voz, de Valencia: "A mediados de julio, estando yo en una playita de Barcelona, me escribió Pemán diciéndome que la obra estaba concluida. Aquella misma noche salí para Cádiz y me leyó el poema... Como Pemán lee tan admirablemente, no quise entusiasmarme del todo hasta que yo, por mí mismo, no lo leyera; y así, al despedirme en la estación, él me dijo: "Me parece que no va usted muy entusiasmado". En cuanto arrancó el tren me puse a leer el manuscrito, y cuando pasé al coche comedor, si entonces hubiera dicho en voz alta lo que pensaba, los demás pasajeros hubieran oído que había un señor que tenía el convencimiento de llevar en su poder uno de los mejores dramas escritos en castellano, y no me olvido de los clásicos...". Herrara sigue diciendo que de inmediato puso un telegrama urgente a Pemán pidiendo la exclusiva de la obra para España y América.

Hubo que formar la compañía que representaría la obra. Ricardo Calvo y Alfonso Muñoz estaban comprometidos, pero cuando, junto con otras personalidades de las letras, asistieron a su lectura, les gustó tanto que inmediatamente se decidieron a firmar.

Alfredo Marqueríe, refiriéndose a esta lectura, comentó: "He aquí un hecho gozosamente subrayable en la vida de nuestras letras. Pemán, el brillantísimo y polifacético escritor, amplía el campo de sus actividades literarias y entra con paso firme y recia voz en la labor de la creación escénica".

El éxito del estreno fue total. La crítica lo acogió con elogios sin excepciones, incluso en América. Pero no se pudo salvar un escollo: la situación prerrevolucionaria en que se hallaba España -no olvidemos que estamos a finales del año 1933- se prestaba a que se diera a esta obra una intención política que no tenía, aunque el sentimiento popular fue unánimemente favorable. Pronto en España y fuera de España la obra se representa profusamente y siempre con el mismo éxito: Barcelona, Pamplona, Lisboa, Caracas, Buenos Aires; después de doscientas veinticinco representaciones en el Teatro Beatriz, el memorable estreno en Cádiz; siguen Roma, Dublín, Francia e incluso se traducen al árabe algunas escenas que se representan en Beiruth.









PRÓLOGO


Sala locutorio en el Colegio de Santa Bárbara, de París. Estarán en torno de un globo terráqueo de peana, PEDRO FABRO, JUAN DE OLIVA, JUAN DE BRITO, todos con ropas de estudiantes. Al lado habrá una mesa con papeles y cartas geográficas enrolladas. Algo apartado del grupo, enfrascado en la lectura de un libro, está FRANCISCO JAVIER, vestido igualmente de estudiante. Puertas laterales. Al fondo, ancha puerta con cortinas.


FABRO.
¿Entonces, éste que habéis señalado aquí, con tinta roja...?
OLIVA.
Es el puerto de Palos, y ésta de junto es la ría de Moguer, que los antiguos, porque va de hierro tinta, pensaban que en las honduras del mismo infierno nacía.
FABRO.
¿Y de esa ría zarpó, según dices, la escuadrilla del genovés?
OLIVA.
Justamente.
FABRO.
¿Y se llamaban las tres carabelas?
OLIVA.
Pinta, Niña,
y la más fuerte y más grande de todas, Santa María.
BRITO.
¡Qué lindos nombres ingenuos, como de tres infantinas!
FABRO.
Es buen estilo de empresas providentes y divinas éste de sacar las grandes cosas de apariencias chicas. De un huevo nace la garza, y el árbol de una semilla. De un portal y de un pesebre, la redención y la vida.
No es extraño, Juan de Brito, que esta empresa de las Indias naciera, por más contraste de su grandeza divina, de tres pobres carabelas que tienen nombre de niñas.
OLIVA.
¡Qué tiempos éstos de asombros no pensados!
BRITO.
¡Y qué dicha
ésta que Dios se ha servido depararnos, Juan de Oliva, trayéndonos a este mundo cuando el mundo es maravilla!
FABRO.
Observa cómo estas cartas antiguas, junto a la línea costera en que acaba Europa, con grandes letras ponían: Mare Tenebrosum; Finis Terrae... ¡graves boberías con que la ciencia del mundo disimulaba y cubría, a fuerza de hórridos nombres, su pequeñez infinita!
BRITO.
(Señalando la esfera.) Y luego, repara, Pedro Fabro, con qué énfasis pintan sierpes y dragones, como si más allá de esa línea, donde piensan que se acaba la tierra, fuera osadía aventurarse y no hubiera sino el caos.
OLIVA.
Pero Castilla supo romper ese caos,
forzar esa última línea, y poner sobre esos mares oscuros de fantasías, la caridad de tres velas blancas como tres sonrisas.
BRITO.
Y Portugal, Pedro Fabro, no hizo menos: que esta línea marca el rumbo de las tres naves de la otra escuadrilla de Gama: San Rafael, Berrio, San Gabriel. Diez días tardaron en arribar, viento a favor, a las islas Afortunadas, y poco después, doblaron a vista de la punta Sur de África, donde la tierra termina, Buena Esperanza le han
[puesto... ¡Dios la trueque en buena dicha!
FABRO.
¿Y llegaron?
BRITO.
Hasta el reino de Malabar, en las Indias, donde selló el Zamorín su amistad y compañía con mil regalos por sello y su palabra por firma. Cargados de buenas nuevas, de telas y gomas finas, como los reyes de Oriente antaño de incienso y mirra, tornaron en menos tiempo las galeras que a la ida. Nombres tenían de ángeles y volaron tan de prisa que hicieron gracia y honor a los nombres que tenían.

OLIVA.
A mí se me va, pensando en estas cosas, la vista como si yo mismo fuera embarcado en la flotilla.
BRITO.
No caben en la cabeza tan inmensas lejanías: a mí me suenan lo mismo los planetas que las Indias.
JAVIER.
(Cerrando el libro con
violencia.)
¡Y a mí me da pena el ver que todos sois gentecilla tan para poco!
OLIVA.
¡Señores despertó el seminarista!
BRITO.
¿No te dan, de veras, miedo estas grandes maravillas?
JAVIER.
No me dan miedo; me dan, si acaso..., un poco de envidia de no haber sido yo mismo el que ha llegado a las Indias.
BRITO.
¡Pues no eleva poco el canto el ruiseñor!
OLIVA.
¿Es que el santo no sufre asombros?
JAVIER.
¡Por Cristo; me asombro..., pero no tanto!
FABRO.
¿Y por qué así?
JAVIER.
¿No habéis visto yendo de caza, a la entrada de alguna villa apartada, con qué gestos y ademanes se asombran los ganapanes ante una mula enjaezada? Todo el asombro proviene de la novedad del caso. Pero el gran señor que tiene engualdrapada de raso la mula en que tras él viene su lacayo cada día, no va a asombrarse por eso. Pues aplíquese el congreso de bobos la fantasía. No se asombra mi osadía de estos afanes, porque otros afanes más altos sueña. No asombra el guijo a la peña. ¡Lo que pasa es que vosotros tenéis alma tan pequeña, que, colmados sus afanes, mostráis, con ese profundo pasmo y esos ademanes, asombro de ganapanes ante la anchura del mundo!
OLIVA.
¿Ya es estrecho el mundo para los sueños de tu querella?
JAVIER.
Puede ser que sí.
BRITO.
¡Acabara!
¡Es que su merced prepara la conquista de una estrella!
JAVIER.
No tanto; mas pienso yo que hemos de hacer de esta
[edad
nueva que el mundo alumbró, luz de la mente, que no temblor de la voluntad. No debe sobrecoger nuestro temple, este nacer de un mundo nuevo a la vista. No es milagro: es la conquista de un noble y claro saber de razón, gracias al cual en la redondez mundial ya no hay tiniebla ni engaño. Por Castilla y Portugal sabe el mundo su tamaño.
OLIVA.
¡Sobre todo por Castilla!
BRITO.
¡Por Portugal sobre todo!
JAVIER.
¡Que vana es esa rencilla!
Tan ancha es la maravilla,
que caben del mismo modo
el de casa y el hermano.
(Sobre la esfera.) Mirad, con qué liso y llano saber exacto y seguro, hacia el Occidente oscuro y hacia el Oriente lejano donde nace la alborada, van estos dos rumbos ciertos. Son los dos brazos abiertos de España crucificada. Porque, aunque parecen dos, una sola interna voz les dice un mismo ideal;
y así, con impulso igual,
invocando a un mismo Dios,
trazada sobre la frente
la misma cruz al partir,
Portugal, por el Oriente;
Castilla, por Occidente,
se buscan, y al coincidir,
las cinco Molucas son
cinco broches de coral
que abrochan el cinturón
de la idéntica ambición
de Castilla y Portugal.
(Entra ÁLVARO DE ATAYDE, viendo el grupo que discute sobre la esfera.)
ATAYDE.
¡Y es ésta la que el poeta llamó "juventud inquieta" y "vida primaveral"! Está en pleno el Carnaval, y estáis haciendo al planeta consulta de licenciados.
JAVIER.
¡Atayde!
ATAYDE. ¿Cómo seguís en esta jaula encerrados cuando está por todos lados ardiendo en fiestas París? Rebosando están de gentes las calles, y como hirvientes espumas de catarata rebulle la flor y nata de las damas complacientes..
OLIVA.
Atayde tiene razón.
ATAYDE.
¡Al figón del Panadero, que es un alegre figón

en donde se baila al son la gallarda y el rugero!
BRITO.
(Cogiendo su sombrero.) No hay quien ponga un
[estrambote a tal pregón.
ATAYDE. Pues ¡al trote! (Con intención, a JAVIER. ) ¿O es que se queda algún necio a traducir a Lucrecio y destrozar a Nepote?
JAVIER.
Hay quien no entiende el hechizo de estas bobas mascaradas, donde el carmín es postizo y son las risas forzadas.
ATAYDE. ¡Basta de baladronadas!
(Coloca una silla en el centro de la escena. Se sube y pregona solemne.) Señores: Hago saber la gran novedad del día. ¡Hoy va a hacernos compañía, para ir al baile, Javier!
(Palmoteo de aprobación.)
BRITO.
Deje la melancolía, por hoy, nuestro compañero.
OLIVA.
¡Traigan su capa y sombrero!
JAVIER.
¡No traigan nada!

BRITO.
¿Es que hoy tampoco vienes?
JAVIER.
¡No voy!
BRITO.
¿Por qué así?
JAVIER.
Porque no quiero. Bastara que lo anunciara Atayde, de esa manera, para que, si yo pensara ir al baile, me quedara en el Colegio y no fuera. No torceréis mi opinión. No voy, porque no consiento poner el pie en un figón.
OLIVA.
¡Cuestión de gusto!
JAVIER.
¡Y cuestión de sangre y de nacimiento!
ATAYDE.
¡Ya está la baladronada! Parece que siempre estás con tu seriedad forzada corrigiendo a los demás.
OLIVA.
(Burlón.)
Presume el hombre de espada bien templada de Toledo, que, cuando doblarla quieres, no se dobla y tú te hieres.
ATAYDE.
¿O es que, acaso, tienes miedo del mundo y de las mujeres?
JAVIER.
Yo sé hacer también, de paso, el galán lindo y ligero de los de calzas de raso y plumilla en el sombrero; pero cuando llega el caso sé en mi voluntad poner todo el peso y el poder con que se aploma y se agarra en mis breñas de Navarra mi castillo de Javier. Y ahora dejadme pasar.
OLIVA.
¿Dónde vas?
JAVIER.
A demostrar
con hechos estas verdades. Vosotros, id a bailar; yo me voy a repasar mi lección de Humanidades.
(Sale, decidido.
ATAYDE.
Me enoja más cada día con su empaque este aguafiesta
BRITO.
La virtud que no es modesta raya siempre en ufanía.
FABRO.
Es bueno...
ATAYDE.
Pero confia
en que lo es demasiado. Peca en todo de extremado; lleva el bien como quien lleva al cinto una hebilla nueva que se ve demasiado.

BRITO.
Ahora el seso le ha sorbido ese español que ha venido a estudiar Teología.
OLIVA.
¿Cuál? ¿Uno pobre, raído, muy dado a la beatería?
BRITO.
El mismo; siempre lo ves con él hablando despacio, discutiendo alguna vez...
ATAYDE. ¿Y cómo se llama?
FABRO.
Ignacio de Loyola.
ATAYDE. Y ¿cómo es?
FABRO.
Desmedrado; más bien mala la presencia y la estatura; la color trigueña oscura, la barba corrida y rala, y unos ojos de carbón que tanto, al mirar, afinan que más que ver, adivinan de penetrantes que son. Por su porte y condición, a pesar de andar raído, se ve en toda su persona la huella de quien ha sido galán apuesto y florido. En el cerco de Pamplona, siendo mozo, le alcanzó una bala la canilla, y aunque le desjarretó los huesos todos, libró del trance por maravilla.

Sólo un vicio le quedó del que no pudo librar: una indecisa cojera que le da cierta manera casi graciosa de andar. Éste es el hombre: madera labrada de tan buen modo, que sabe llegar en todo más lejos que otro cualquiera. Estando herido, en Loyola, el Flos Sanctorum leía, y en leyéndolo, le hervía su buena sangre española de tal modo, que ya ansia, calzando siempre más puntos que el que más, llega a ser más santo que fueron juntos todos los santos de ayer. Según ha dado a entender, ahora anda en trance de ir a Roma, con intención secreta de conseguir licencia de fundación, pues, según parece, sueña no sé qué empeño futuro. Y triunfará, de seguro; que cuando en algo se empeña, paso a paso, bien o mal, repartiendo por igual la suavidad con el mando, cojeando, cojeando, llega siempre hasta el final.
BRITO.
¿Sabes, Fabro, que he pensado
al ver cómo lo has descrito,
que a ti también te ha
embrujado
como al de Navarra?
FABRO.
He dado su imagen exacta, Brito.

ATAYDE.
¿Sabéis que me está ocurriendo una burla muy famosa con que correr y dar vaya a ese santón de Loyola y a Javier?
BRITO. Dinos la idea.
ATAYDE.
No diréis que no es gloriosa. Esperándome en la esquina tengo a Violeta, la moza de partido de más rumbo que en París bulle y retoza. Va con nosotros al baile del figón, hecha una rosa.
OLIVA.
¡Siempre Atayde cazador de gacelas y de corzas!
ATAYDE.
La hacemos subir de quedo, y de espaldas, a la sombra de este rincón, la sentamos con mi capa y con mi gorra, de tal modo que parezca un compañero. La broma consiste en tocar tres veces la campana, que es la forma de llamar a locutorio si pregunta una persona por Javier. Nosotros, mientras, escondidos a la sombra de estas cortinas, gozamos del ceño y gesto que ponga nuestro navarro, al topar así, de manos a boca, con el mozo que le aguarda y que resulta ser moza.

BRITO.
¡Famosa burla!
OLIVA.
El proverbio
de la llama y de la estopa puesto en acción.
ATAYDE.
En un vuelo voy por la dama.
(Sale por la izquierda.)
FABRO.
Me enojan
estas burlas, y renuncio mi parte en trama tan boba.
OLIVA.
Lo dicho: que ese santón cojitranco de Loyola también nos lo está cogiendo con sus redes de gazmoña. Dentro de poco, el Colegio... ¡un monasterio de monjas!
FABRO.
No tanto; pero no tengo ganas hoy de entrar en bromas. Me voy adentro.
BRITO.
Tan sólo
te pedimos una cosa: no prevengas a Javier de la burla.
FABRO. Voy ahora a pasear al jardín; no pienso hablar con persona.
BRITO.
Eso basta.
FABRO.
¡Que os divierta y termine en bien la cosa!
(Sale por el foro. BRITO y OLIVA empiezan a disponer los preparativos de la burla.)
BRITO.
Y ahora, la escena.
OLIVA.
De prisa. Aquí, a la espalda, el sillón.
BRITO.
Más lejos del cortinón, que si os estalla la risa a destiempo, os descubrís.
(Entra VIOLETA de la mano de ATAYDE.)
ATAYDE.
Aquí tenéis a Violeta, ¡la más linda y más discreta de las damas de París!
OLIVA.
¡No hay dama de mayor viso ni de presencia mejor!
ATAYDE.
Para tal corte de honor era tal reina preciso.
OLIVA.
¡Reina de Amor!
VIOLETA.
De alegría, que es el reinado mejor.
BRITO.
¡La alegría y el amor siempre van en compañía!
VIOLETA.
Basta ya, amigos, de flores: el disfraz...
ATAYDE.
Es bien sencillo: mi capa y mi bonetillo.
(Le colocará ambas prendas.)
OLIVA.
¡ Perfecto!
BRITO.
Entre los mejores nunca un alumno tendría Santa Bárbara mejor.
OLIVA.
Si yo fuera profesor... ¡qué cosas aprendería!
ATAYDE. Y ahora al sillón.
(La sienta de forma que sólo se vea su capa y su gorra, y parezca un estudiante.)
BRITO.
Y calladas
las bocas.
VIOLETA.
Vamos, daos prisa, que me va a vender la risa si os tardáis.
ATAYDE.
¿Las campanadas?
FABRO.
(Yendo a un rincón, donde habrá una campana con tirador.)

Ahora mismo se darán. Señores: una..., dos..., tres...
ATAYDE.
Da comienzo el entremés
de la dama y el galán.
(Se esconden atropelladamente en las cortinas. De vez en cuando asoman las cabezas para explorar la escena. Pausa. Entra JAVIER por la derecha. Mira a todos lados. Se dirige a VIOLETA.)
JAVIER. ¿Quién me llama?... ¿No
[contesta?
(Se acerca al sillón, impaciente.)
¿Es que es mudo el compañero? ¡Se ha de quitar el sombrero sin querer!
(Por detrás del sillón le arrebata de un manotazo la gorra. VIOLETA se levanta. Quedan frente a frente.)
¿Qué burla es ésta?
(Explosión de risa en la
cortina. Salen todos.)
ATAYDE.
¡Oh prodigiosas mudanzas; se ha vuelto un hombre mujer!
JAVIER.
¡Y ahora se van a volver, Atayde, las cañas lanzas! ¿Qué significa este paso? ¿Es pelea lo que quieres?
¿O es que pensabas, acaso, que me asustan las mujeres?
(Despreciativo.) Cuando topé en el sillón con burla tan mal tramada, tan conocida y usada y de tan pobre invención, "Atayde anda al retortero", fue lo primero que dije. ¡La burla graciosa exige tener gracia, lo primero!
BRITO.
No merece tal jactancia la cosa.
JAVIER.
Verdad; le he dado un exceso de importancia a un lance tan desdichado. Dios os guarde. Este criado humilde, señora mía, celebra el encuentro y besa vuestros pies; sólo le pesa la forma... y la compañía.
ATAYDE.
Espera. ¿A quién te refieres, Javier, al hablar así?
JAVIER.
Está bien claro que a ti, ¡rodrigón de las mujeres de esta laya!
ATAYDE.
Una altanera respuesta tienes a todo. ¡Responde de otra manera!
JAVIER.
¡Pregunta tú de otro modo!
ATAYDE.
(Zamarreándole los brazos.) ¿Así?

JAVIER.
Pues has de saber, puesto que saberlo quieres, quién es el "pobre Javier" de quien has dado en creer que le asustan las mujeres. Vosotros id por ahí mientras mis cuentas se ajustan. Tú, Atayde, quédate aquí, que voy a ver si te asustan ahora los hombres a ti.
ATAYDE.
En seguida. Sólo espero que me des plazo, primero -pues no urgirá tanto el drama-de que acompañe a la dama al figón del Panadero.
JAVIER.
¡Pronto! Que, como un carbón, me quema el alma tu ultraje, y me tarda la ocasión de enseñarte quiénes son los hombres de mi linaje.
(Ha entrado IGNACIO DE LOYOLA.)
IGNACIO.
Hombres que nacen y mueren, como todos los demás...
JAVIER.
¡Tú también!
IGNACIO.
... y si les hieren su pobre orgullo, quizá peores que animales.
JAVIER.
Yo
no he movido la rencilla. Atayde fue el que empezó.

IGNACIO.
Y Cristo fue el que enseñó a poner la otra mejilla.
ATAYDE. Él lanzó el primer denuesto.
JAVIER.
Me invitaron al figón y yo me he negado.
IGNACIO
En esto
no repruebo la intención, sino la forma y el gesto. Porque pudiste, en verdad, sin doblar tu voluntad, demostrarles tu entereza con esa misma firmeza..., ¡pero con más caridad!
VIOLETA.
Me está aburriendo el sermón. ¿Nos vamos?
ATAYDE.
Voy al figón y vuelvo en seguida.
(A BRITO.) ¿Vienes?
(BRITO, OLIVA y VIOLETA le siguen. Antes de salir se vuelve, burlón, a JAVIER.) ¡Y siento ver que ya tienes en tu contra hasta el santón!
JAVIER.
No te perdono este inmenso agravio.
IGNACIO.
Ni es mi intención. Por este agravio no pienso pedirte, Javier, perdón.

JAVIER. Fue áspera la reprensión...
IGNACIO.
¡Más la lija con que das bruño a una copa, y jamás perdón la lija ha pedido a la copa que ha bruñido para que reluzca más!
JAVIER.
Pero, ¿quién te manda ser mi guardador?
IGNACIO.
El dolor
de tu alma ardiente, Javier; me da pena verla arder sin que dé luz ni calor. Eres arroyo baldío que, por la peña desierta, va desatado y bravio. ¡Mientras se despeña el río, se está secando la huerta!
JAVIER.
No vive, Ignacio, infecundo quien busca fama.
IGNACIO.
¡Qué abismo disimulado y profundo! ¿Qué importa ganar el mundo si te pierdes a ti mismo?
JAVIER.
¿Quieres quitarme este arder y este anhelo de triunfar?
IGNACIO.
No te lo vengo a quitar
que te lo vengo a poner.
Yo no te vengo a tañer
junto al oído un laúd
que por extraña virtud
te amodorre en dulce calma;
vengo a poner la inquietud
entre tu vida y tu alma.
Vengo a ensancharte, Javier,
en ti mismo tu medida,
y a hacer que se talle y mida
por tu ambición, tu valer;
quiero en tu tierra poner
nuevas espigas y flores;
templarte en nuevos ardores
el sentimiento y la idea,
y, bruñéndola a dolores,
hacer que tu vida sea,
sin mancha de error ni mal,
como un perfecto fanal
en el que no se adivina
en dónde el aire termina
y en dónde empieza el cristal.


JAVIER.
¿Me quieres, pues, apartado de todo? ¿Pides, quizá, que deje hacienda y estado?... Me pides demasiado...
IGNACIO.
¡Y te ofrezco mucho más! Tú, el iluso buscador de fama, gloria y honor, ¿te vas a empequeñecer cuando te vengo a ofrecer la fama y gloria mayor?
(Insinuante.)
No busques honor y fama en blasones y coronas; ni es eso lo que ambicionas, ni es eso lo que te llama. Cuando el aplauso te aclama, ya piensas que estás llegando a tu más alto destino. ¡No ves que el tuyo es divino y que así te estás quedando a mitad de tu camino! ¿No llevo razón?
JAVIER.
Quizá.
Mientras mi afán más y más en el mundo se concentra, hay algo en mí que no encuentra nunca en el mundo su paz.
Y        aunque yo mismo de grado
confesármelo no quiera,
vuelvo de cada quimera
con el airón desplumado y chafada la cimera. No me abandones, Ignacio, en mis dudas interiores. ¿Qué son, dime, estos ardores por los que nunca me sacio?
Y dime: cuando en las flores
del mundo mi alma se engríe
y hecha risas se deslíe
en un mar de pluma y seda... ¿qué es esto que siempre queda en mí que nunca se ríe?
IGNACIO.
Eso que queda es la parte de tu ser que, al ir a ahogarte, aún sobrenada en el río; si logro asirla, confío, de entre sus aguas, salvarte.
JAVIER.
¿En tal peligro me ves? ¿Tan errado anda mi afán?
IGNACIO.
¡Qué mal equilibrio es éste de andar pies tras pies por la orilla de un volcán! ¡Y qué expuesto andar así rebuscando aquí y allí la manera de ser fiel para el mundo y para Aquel que lo dio todo por ti! ¡Deja ya esos devaneos que te nublan la verdad y te acortan los deseos! ¿Por qué andar con regateos con la Generosidad?
JAVIER.
Ignacio, ¡cómo enardeces con tus palabras mi fe! Mas soy débil; dudaré aún de mis fuerzas mil veces y mil veces le diré que calle a tu voz amiga; que es inútil, que no siga la siembra de tus ideas...; ¡pero tú no me lo creas por más que yo te lo diga! Tú, aunque yo otra vez huyera, oblígame de manera que te obedezca y te siga, como a un niño se le obliga a que coma, aunque no quiera.
IGNACIO.
Poco tendré yo que hacer si tu voluntad cediera; la buena tierra yerbera, cuando quiere florecer, florece sin sementera. De todos modos, Javier, queda el pacto concertado. Y ahora, adiós. Voy a bajar al jardín, donde he quedado con Fabro en irle a llevar unos papeles... ¿Pactado?
JAVIER.
Pactado.
IGNACIO. ¿Y no volverás ya de tus pasos atrás?
JAVIER. Dios querrá...
IGNACIO.
El mundo es un vuelo que pasa pronto... y detrás, muerte, juicio, infierno o cielo. Recordarlo es detener el paso en el precipicio. ¿Quiere algo más mi novicio?
JAVIER.
Nada, Ignacio.
IGNACIO.
Adiós. Javier.
(Sale.)
JAVIER.
(Dejándose caer en un sillón.) Cielo..., infierno..., muerte...,
[juicio...
(Ha entrado ATAYDE por izquierda, a tiempo de oír el soliloquio de JAVIER )
ATAYDE.
¿A qué fieles le decía vuestra merced el sermón?
JAVIER.
Acerca, Atayde, el sillón.
ATAYDE. Sin finezas: ¿me quería?
JAVIER. Para pedirte perdón.
ATAYDE.
¿Perdón?

JAVIER.
Sí; por el exceso de mis palabras de antes: por mis dichos arrogantes y por mis agravios sin seso. Atayde, por todo eso humildemente te pido perdón.
ATAYDE.
¿Qué nuevas maneras son ésas? ¿Qué ha sucedido en mi ausencia...? ¿Es que has
[bebido?
JAVIER.
¡Insúltame cuanto quieras, que lo tengo merecido!
(Se arroja, de rodillas, a
sus pies.)
Yo el que me ufano de estar sobre todos y arrostrar las ajenas voluntades, no sé vencer mis ruindades ni mis pasiones domar. Soy luz y barro del suelo; soy el polvo y el anhelo puestos en perpetua guerra; soy un poquito de tierra que tiene afanes de cielo. Tan pronto la tierra toco como al cielo me levanto: ¡no hay necio más vano y loco que yo, que, aspirando a tanto, he conseguido tan poco! ¡Despréciame!
ATAYDE.
¿Es que así quieres borrar la baladronada de tu reto?... ¡Perdonada!: contra niños y mujeres no desenvaino la espada.

JAVIER.
¡Atayde!
ATAYDE. ¡Cobarde!
JAVIER.
(Reprimiéndose.)
¡Di cuanto quieras!
ATAYDE. ¡Bobo!
JAVIER.
Así:
sigue, sigue; ¡qué delicia, de agua fresca, la caricia de tus insultos, en mí!
(Ha entrado por la derecha IGNACIO con PEDRO FABRO.)
IGNACIO. ¿Qué pasa?
ATAYDE.
Nada: ¡este loco! Vuelvo a hablarle: le provoco... ¡y se ha vuelto tan modesto, que se me entrega!
IGNACIO.
No es esto lo que te he dicho,
[tampoco.
ATAYDE.
Basta: el que guste que venga al baile, ¡que Atayde jura darle respuesta segura!
IGNACIO.
Dios le guarde: y no le tenga en cuenta tanta locura.

(Sale ATAYDE por izquierda.) Hiciste mal.
JAVIER.
¿Fue delito el humillarse?
IGNACIO.
No quito
nada a tu afán generoso; pero te quiero... un poquito menos dado a lo extremoso. No exaltes tu nadería; que, entre verdad y falsía, apenas hay una tilde... y el ufanarse de humilde modo es también de ufanía. Te quiero humilde, sin tanto derramamiento de llanto y engolamiento de voz. Te quiero siervo de Dios..., ¡pero sin jugar al Santo!
JAVIER.
(Triste.)
¡Yo que pensé, Ignacio mío, que era a tu palabra fiel!
IGNACIO.
Lo has de ser con menos brío: cuando suena mucho el río es porque hay piedras en él.
JAVIER.
Tienes razón.
IGNACIO. La salud
no se siente: se recrea, sin sentirse, en su quietud. Virtud que se paladea, apenas si es ya virtud.

JAVIER.
¡Enséñame a conocer la virtud cierta!
IGNACIO.
Javier,
no hay virtud más eminente que el hacer sencillamente lo que tenemos que hacer. Cuando es simple la intención, no nos asombran las cosas ni en su mayor perfección. El encanto de las rosas es que, siendo tan hermosas, no conocen que lo son.
(Suena un toque de campana.)
JAVIER.
El toque de recreación... Pensaba ir a estudiar, pero mudo de intención.
IGNACIO. ¿Qué piensas hacer?
JAVIER.
Bajar
al jardín. Junto a la fuente gozaré el fresco relente de la tarde... ¿Es así, Ignacio?
IGNACIO.
Así, Francisco: despacio; despacio... y sencillamente.
(Sale JAVIER, derecha.)
FABRO. ¡Qué bien lograste vencer!
IGNACIO.
Pedro Fabro: en Javier fundo mi ilusión y mi placer;
que si yo gano a Javier, Javier me ganará un mundo.
FABRO. ¿Tanto esperas de su ciencia?

IGNACIO.
Y de su alma arrebatada, si logra ser encauzada con mansedumbre y paciencia. Vencida su inexperiencia, domada su vanidad, de él espero, si me es fiel, milagros de santidad...
(Va a salir, y vuelve.) ¡Pero tú, por caridad, no se lo digas a él!
TELÓN

ACTO I

En Roma. Sala modestísima en la primera casa de la Compañía de Jesús. Puertas laterales. Ventana al fondo. Están el P. DIEGO LAÍNEZ, leyendo. Conversando, el P. PASCUAL BROET y el P. ALONSO SALMERÓN.
En el momento de levantarse el telón entra por izquierda el P. PEDRO
FABRO.

P. BROET.
Padre Fabro, ¿qué tal andan esos pies?
P. FABRO.
Mucho mejor que se merece la carga que llevan, gracias a Dios.
P. BROET.
¿Llegó al hospital?
P. FABRO.
Llegué.
P. BROET.
¿Mucho quehacer?
P. FABRO.
No faltó
ni gavilla a la guadaña, ni guadaña al segador.

P. SALMERÓN.
Repósese: que ya pronto tocarán a colación. ¿Ha estado por los jardines antes de subir?
P. FABRO. Yo, no. ¿Por qué lo pregunta?
P. SALMERÓN.
Porque
me ha trascendido un olor de la sotana del padre como de rosas en flor.
P. FABRO.
No me digas boberías... ¡olores de rosas yo, cuando vengo de asistir los leprosos!

(Tras una vacilación.) Aunque... no; no puede ser.
P. BROET. ¿Qué pensaba?
P. FABRO.
Nada digno de atención.
P. LAÍNEZ.
Dígalo por obediencia, padre Fabro.
P. FABRO.
Digo yo
-y que lo dicho redunde en mayor gloria de Dios-que esta tarde hube de oír moribundo, en confesión, a un leproso que fue en vida muy famoso malhechor. Horas me costó de lucha mover su alma a contrición y sacar de entre la arena de su mala condición ese poquito de oro que a nadie niega el Señor; pero escarbé con tal gana, que topé con el filón. Absuelto de sus pecados, gran consuelo le inundó, y deshecho en puras mieles, me abrazó con tal amor que por toda la sotana sus llagas me restregó: ¡acaso esas rosas fueron las que dieron tal olor!
P. SALMERÓN.
¿No oléis? ¿No oléis...? ¡Se ha
[llenado de rosas la habitación!

P. LAÍNEZ.
¡Qué fantasía de fuego tenéis, padre Salmerón! Si os oyera el padre Ignacio, os llamara soñador. Abrid, padre, la ventana. Ved los jardines en flor. Ya se va marzo, y abril le está pisando el talón. ¡La primavera de Roma, ése era todo el olor! ¿Para qué buscar milagros y prodigios, sin razón? Miradla... ¡la primavera...! ¿Queréis milagro mayor?
(Entra por izquierda el PADRE IGNACIO DE LOYO-
LA.)
P. IGNACIO. ¿Qué mirabais?
P. SALMERÓN.
Los colores
de este jardín, que de olores llena estas proximidades.
P. IGNACIO.
Está bien. Cerrad...; las flores desmayan las voluntades.
P. BROET.
¿Anduvo en la curia?
P. IGNACIO.
Con
Micer Diego, en petición, pues allá andaban remisos, de unos papeles, precisos para la empresa y misión de las Indias.
P. SALMERÓN. Portugal

llevar a Oriente querría seis misioneros.
P. IGNACIO.
¡Y cuál
mi gusto en darlos sería, si hubiera en la Compañía bastantes!... Por esta vez, mi señor Don Juan tercero, se valdrá con dos o tres. Los viñadores son diez... ¡y la viña el mundo entero! Me ha dado mucho dolor tenérselo que decir anoche al embajador Mascareñas.
P. SALMERÓN.
Que el Señor les dé acierto en elegir los hombres, es lo que importa: que en siendo siervos de Dios, aunque no pasen de dos, a la larga o a la corta cogerán buen trigo.
P. IGNACIO.
Voz
de verdad, hijo, es la vuestra. Dénme poca gente y diestra. El Señor se satisface con ello, que así se muestra más claro, que es Él quien hace la labor... Esta semilla del Oriente, hago intención de darla al padre Simón Rodríguez y a Bobadilla.
P. LAÍNEZ.
Muy acertada la elección.
P. IGNACIO.
Aquél debió de llegar a Lisboa ayer mañana.

Bobadilla ha de tardar algún tiempo, hasta sanar de una maligna cuartana que le tomó, y entorpece mis designios.
P. LAÍNEZ
¿No parece,
padre, que la Compañía nunca halla fácil su vía?
P. IGNACIO.
¡Señal de que lo merece!
No se puede fabricar
aceite sin estrujar
la aceituna en el molino,
ni se puede hacer buen vino
sin la pisa y el lagar.
Por eso, porque la fría
ventisca cruda y bravia
enjuta la carne sana,
al pedir cada mañana
a Dios por mi Compañía,
yo no le pido favores
ni senda llana entre flores;
le pido persecución...
¡y al mismo tiempo, perdón
para los perseguidores!
(Empiezan a oírse diversas campanas lejanas, que tocan a ánimas. Se levanta el P. IGNACIO.)
P. BROET.
Campanas... ¿Qué toque es ése?
P. IGNACIO.
Las ánimas... Rezaremos.
(Rezan en silencio.) Buenas noches nos dé Dios y parte de su Santo Reino. Si mis hijos no me mandan otra cosa, voy adentro para escribir.






P. SALMERÓN.
Padre Ignacio,
no quite, por Dios, del sueño tantas horas, que le dañan la vista y cansan el cuerpo.
P. IGNACIO.
Hijos, hay muchos papeles
y menesteres por medio.
Si todo fuera el andar
en oraciones y rezos,
en visitar hospitales
y predicar en los templos,
regalo fuera la vida,
llena toda de consuelos.
Pero tiene su hora todo,
y entre Salve y Padrenuestro,
hay que ajustar bien las cuentas
del mozo y del recadero:
que para que no se pierdan
de sutiles, en el cielo,
quiere el Señor que sus obras,
aun las de más fino intento,
tengan sillares de piedra
y dura armazón de hierro.
(Inicia la salida por izquierda.)
P. LAÍNEZ. Bendíganos.
P. IGNACIO.
Dios les guarde. No me olviden en sus rezos.
(Cuando va a salir, entra, algo precipitadamente, FRANCISCO JAVIER, ya de sotana.)
JAVIER.
Padre Ignacio, padre Ignacio, no se vaya a su aposento sin que me alcance un poquito de bendición.

P. IGNACIO.
El postrero
en llegar a casa, y siempre en exigir el primero...
(Bendiciéndole.) Padre Francisco, que Dios le bendiga y le dé el cielo.
(Sale.)
P. SALMERÓN. ¿Cómo empleó la jornada, padre?
JAVIER.
Cuidé una apestada; hice, en San Juan, confesiones; preparé algunos sermones... ¡no tuve tiempo de nada!
P. FABRO.
¡Pues si lo llega a tener!
JAVIER.
Hay que andar más diligente, que es mucho, padre, el
[quehacer.
P. SALMERÓN.
¿No sabe el padre Javier las novedades de Oriente?
JAVIER.
Sólo sé que el padre Ignacio prepara allá una misión, y aunque sigue en intención de cumplirla, va despacio. ¡Qué momento de emoción al llegar allá, el momento de gritarles: "Escuchad...", y romper con nuestro acento la virginidad de un viento que nunca oyó la Verdad!

P. LAÍNEZ.
Libre su imaginación de sueños.
JAVIER.
¿Pues quiénes son los que han de echar la semilla de Oriente?
P. LAÍNEZ.
El padre Simón Rodríguez y Bobadilla. Ésta es la candidatura del padre.
JAVIER.
Se me figura
que de entre sus sembradores, no pudo hallarlos mejores para una siembra tan dura. ¿Sólo... ellos dos?
P. LAÍNEZ.
¿No os agrada que vayan solos los dos?
JAVIER.
Nadie sabe nunca nada de los designios de Dios.
P. LAÍNEZ.
Pienso que os gustara a vos traspasar con osadía esos cabos extremados donde, en la cartografía, ponen con tanta ufanía Finis terrae los letrados...
JAVIER.
¿Por qué hacer del Finis terrae nombre de magia que cierre la senda a toda intención? Hombre es de corta ambición el que sus ansias encierre

en palabra tan ruin... ¡Mientras exista un confín de tierra, sin adorar al que nos vino a salvar, la tierra no tiene fin! Me ilusiona esta misión de Oriente.... ¡qué maravilla llevar la nueva semilla...!
P. LAÍNEZ.
(Interrumpiéndole.) ¿Habla del padre Simón Rodríguez y Bobadilla?
JAVIER.
Hablaba en suposición, padre Laínez: que aunque son torpes y cortos mis hechos, ¡también tiene sus derechos la pobre imaginación!
(Un toque de campana.)
P. BROET.
A recogerse han tocado.
P. LAÍNEZ.
No pensé fuera tan tarde. Dios con todos.
P. FABRO.
Que Él os guarde.
P. BROET.
Igual digo...
(Han salido todos, menos JAVIER. Se levanta. Se llega a la imagen de la Virgen que había sobre una repisa con una lamparilla apagada.)
JAVIER. Se ha secado la lamparilla, y no arde.

(Sale y vuelve con una aceitera. Prepara la lámpara. Se queda mirando la imagen y empieza a decir:)
Señora, ten compasión
de este pobre ufano y loco,
que hace por tu amor tan poco
siendo tanta su ambición.
Yo, el que, en imaginación
ya me veía llegar
a las Indias a sembrar
la nueva y santa semilla...
¡me he quedado para echar
aceite en tu lamparilla!
¡Mi pobre talla no alcanza
las grandezas que fingí!
(Se le transfigura la cara. Cae de rodillas.)
Pero, ¿me miras...? ¡Oh... sí...!
¡Me das tanta confianza
cuando me miras así!
Si la Señora quisiera...
Yo no sé si acertaría...
¡yo sólo sé que lo haría
lo mejor que yo pudiera!
(Entra, por la izquierda, el LEGO con una luz. JAVIER se levanta: quiere fingir un tono natural.)
¿Que buscabais?
LEGO.
La aceitera.
JAVIER.
(Dándosela.)
Ya la eché: y ved la manera de acordaros, por si un día no puedo yo... Lo decía por si hubiera de emprender algún día un viaje largo.

LEGO.
¿Va a Oriente el padre Javier?
JAVIER.
No voy... Pero sin embargo,
¡por lo que pudiera ser!
(Salen en aquel momento, por izquierda, el P. IGNACIO y DON PEDRO MASCAREÑAS, EMBAJADOR DE PORTUGAL, en animada plática.)
P. IGNACIO.
Dada la urgencia del caso le hablaremos, que podría frustar la empresa un retraso.
(Al ver a JAVIER.) ¿Quién es...? Dios le pone al
[paso,
que buscándole venía. El señor embajador Mascareñas, mi señor, a comunicarme viene que por noticia que tiene de mi hijo y su servidor Bobadilla, le ha arreciado la cuartana hasta tal grado, que no parece prudente que emprenda la marcha a
[Oriente en tal situación y estado.
MASCAREÑAS. No es posible.
JAVIER.
¿Y no podría la misión si fuera igual, demorarse?
MASCAREÑAS.
No sería prudente; pues yo querría,

al volver a Portugal, cosa que atrasar no quiero, llevar en mi expedición y séquito, al misionero que vaya a ser compañero allá del padre Simón Rodríguez.
JAVIER. Es un dolor
que pierda tal sembrador el Oriente y tal semilla. ¡Ninguno lo hará mejor que Nicolás de Bobadilla!
P. IGNACIO.
Mas con esta enfermedad del padre, con claridad dice el Señor, según veo, que aunque ése fue mi deseo no es ésa su voluntad.
JAVIER.
¿Si su voluntad no es ésa, cuál es, padre?
P. IGNACIO.
A mi entender, para Navarra y Javier quiere el Señor esta empresa.
(Pausa, JAVIER ha inclinado la cabeza.)
¿Cómo no os causa sorpresa la noticia?
JAVIER. La esperaba.
P. IGNACIO.
Pues ¿por qué no lo pedía?
JAVIER. Porque si Dios lo quería,

¿para qué necesitaba ninguna palabra mía?
MASCAREÑAS.
¿De este modo simple y llano a un mundo nuevo y lejano entregáis vuestra persona?
P. IGNACIO.
Para el que nada ambiciona, todo el mundo está a la mano.
MASCAREÑAS. ¿Cuándo hacemos el viaje?
P. IGNACIO.
Como no luce ni gasta
más atavío ni traje,
no tardará en su equipaje.
JAVIER.
Con dos minutos me basta: el primero para dar gracias a la Soberana, y el otro para guardar mis libros... y remendar un poquito la sotana.
MASCAREÑAS.
¿Tiene alforjas de camino?
JAVIER. Ya tengo dado ese paso.
P. IGNACIO.
Pues ¿cómo así se previno?
JAVIER.
Como es tan vario el destino... ¡me preparé por si acaso! Hace dos tardes pasó por la puerta un albardero que, no teniendo dinero, como limosna, me dio unas alforjas, y yo
las dejé tan lindamente, remendando sus costales.
P. IGNACIO.
Javier, con estas señales Dios nos habla mansamente. Honor es éste de Oriente que te estaba concedido. ¡Ahora sí, Javier querido, que puede en tu corazón estallar esa ambición que tanto te he corregido! Ya no es agua que, deshecha, se despeña en el barranco: ya va a su objeto derecha lo mismo que va una flecha, sobre los viejitos, al blanco. Ni es de temer, hijo mío, que se pierda ya en baldío tu loco afán impaciente...; ¡ya tiene cauce el torrente para convertirse en río!
MASCAREÑAS. ¿Entonces?
JAVIER.
Pongo en sus manos mi voluntad.
P. IGNACIO.
Llame el lego a los padres porque sepan las nuevas y, como buenos hermanos, compartan todos la tristeza y el contento.
(Sale el LEGO por derecha.)
MASCAREÑAS.
Si Dios es servido, entonces mañana mismo saldremos. Y esta misma noche, padre Javier, si no os es molesto, debéis venir a mi casa,
donde hagamos los pertrechos del viaje.
JAVIER.
Si el padre Ignacio no manda otra cosa, es hecho.
(Entran, por derecha, todos los PADRES con el LEGO.)
P. IGNACIO.
Pasad, hijos, que os quería participar un suceso. El padre Nicolás sigue en Nápoles tan enfermo que no podría llegar a Lisboa en mucho tiempo: con lo que he determinado que vaya, sustituyéndolo -pues la marcha apremia- el
[padre Javier, vuestro compañero.
P. SALMERÓN.
¡Padre Javier!
P. BROET.
Dios bendiga su empresa.
P. LAÍNEZ.
Salió con ello.
JAVIER.
Padre Laínez, ¡los navarros somos, a veces, tan tercos!
P. FABRO.
¡Cómo han venido a tomar, padre Javier, bulto y cuerpo aquellas divagaciones sobre el mapa del Colegio!

JAVIER.
¿Te acuerdas tú cuántas veces anduve con el puntero las mismas rutas que ahora voy a andar en alma y cuerpo?
P. FABRO.
Antes de echar la simiente, para no errar el esfuerzo mediste las sementeras con ojo de buen campero.
P. LAÍNEZ.
¿Y cuándo harán el viaje?
MASCAREÑAS.
Mañana mismo emprendemos la marcha; mas ya esta noche me honro dando alojamiento al padre Javier.
P. FABRO.
¿Tan pronto?
P. SALMERÓN.
¿Por qué ese apresuramiento?
P. IGNACIO.
Más vale así: que se acortan blanduras del sentimiento. Las grandes resoluciones, para su mejor acierto, hay que tomarlas a paso y hay que cumplirlas al vuelo.
MASCAREÑAS.
Entonces, si no me mandan otra cosa...
JAVIER. Sólo quiero
que me deis por despedida la bendición y el consejo.

P. IGNACIO.
Yo te bendigo, Javier: que Dios bendiga tus hechos. A grandes empresas vas y no hay peligro más cierto que éste de que, arrebatado por el afán del suceso, se te derrame por fuera lo que debes guardar dentro. La vida interior importa más que los actos externos; no hay obra que valga nada si no es del amor reflejo. La rosa quiere cogollo donde se agarren sus pétalos. Pídele a Dios cada día oprobios y menosprecios, que a la gloria, aun siendo
[gloria
por Cristo, le tengo miedo. No te acuestes una noche sin tener algún momento meditación de la muerte y el juicio, que a lo que
[entiendo,
dormir sobre la aspereza de estos hondos pensamientos importa más que tener por almohada, piedra o leño. Cada mañana tendrás con la Señora, algún tierno coloquio, donde le digas esos dolores secretos que a la Madre se le dicen de modo más desenvuelto que no al Padre, que por ser el Padre, da más respeto. Mézclame, de vez en cuando, en el trabajo requiebros y jaculatorias breves, que lo perfuman de incienso. Ni el rezo estorba al trabajo, ni el trabajo estorba al rezo.



ACTO II
CUADRO PRIMERO
Sala en el Palacio Real de Lisboa. A izquierda del foro, puerta, y otra, en chaflán, con cortinas, a la derecha. Sentados en cojines y taburetes, platican, en un rincón, DON MARTÍN ALONSO DE SOUSA, el CONDE DE CASTAÑEDA, DON ALVARO DE ATAYDE, el EMBAJADOR MASCAREÑAS y
UNA DAMA.
TELÓNN
Trenzando juncos y mimbres se pueden labrar a un tiempo, para la tierra un cestillo y un rosario para el cielo. Escríbeme, por menudo, tus andanzas y sucesos; ni los agrandes por vano, ni los calles por modesto; que de Dios serán las glorias y tuyos solos los yerros. Piensa que ya en esta vida no volveremos a vernos. Te emplazo para la gloria, que para los dos la espero por la bondad del Señor, que no por méritos nuestros. Mientras tanto, Javier mío, porque no nos separemos, llévame en tu corazón, que en mi corazón te llevo.
JAVIER.
Perdonadme, padre Ignacio, que no diga lo que siento. Vos que entendéis a las almas, traducidme este silencio; que vos me habéis enseñado, con la lección y el ejemplo, a ser de expresión más corto cuando es más largo el afecto. Hermanos, que no olvidéis a Javier en vuestros rezos.
MASCAREÑAS. Vamos, porque no veáis a un embajador haciendo pucheros como un infante...

JAVIER.
Vos mandáis
MASCAREÑAS.
Tan sólo siento la grave incomodidad del viaje que emprendemos. Por toda Roma mis pajes, tan mal anda este comercio, sólo encontraron tres mulos con honores de jamelgos y una mula coja.
JAVIER.
.    ¡Nadie
me dispute a mí el derecho de montar la mula coja, que yo la pido el primero!
MASCAREÑAS. ¡En mula coja un soldado de Navarra!
JAVIER.
Y no la cedo.
El padre Ignacio me tiene muy reprendido este fuego de mi impaciencia, y así no me vendrá mal, espero, que lo que ande yo de más lo ande la mula de menos. Vamos, pues, en mula coja, a las Indias, compañeros; que así, pasito a pasito, se irán templando y supliendo la cojera de mi muía y la ambición de mis sueños.
(Va a salir con MASCARE-ÑAS, por izquierda, cuando cae el

TELÓN


DON MARTÍN.
Todo está presto; cargada la galera y prevenida; la gente a bordo; podemos zarpar hoy mismo a las Indias.
CASTAÑEDA.
Su Alteza, según me han dicho, recibe esta tarde misma en audiencia a los dos padres de la nueva Compañía que van a Oriente.
DON MARTÍN.
Eso dicen.
Parece que el Rey quería que quedasen en Lisboa y no fuesen a las Indias.
MASCAREÑAS. Pero dicen que el infante

don Enrique es el que opina que no es justo que la Corte quite ese bien a las Indias; que aquí no necesitamos, como allá los necesitan, misioneros que nos cuenten la verdad.
DAMA.
Pues yo querría que se quedaran los padres en la Corte.
ATAYDE. Igual afirman todas las damas, que están con los padres como niñas con zapatitos de raso. Todas son, conde, visitas y andar de iglesia en iglesia
y murmurar: ¿Quién predica? ¿A qué hora empieza el víacrucis? ¿Que padre dice la misa? ¡Mal año para galanes este año de sacristías y pláticas de convento y devociones de almíbar!
CASTAÑEDA.
Eso será aquí en Palacio, donde es la tierra más fría, que en los barrios y en las plazas del muelle y la judería, como es más simple la tierra bien que prendió la semilla. Las iglesias de los barrios rebosan cuando predican; para escuchar confesiones le faltan horas al día, y cuando a la calle salen tras el sermón o la misa, niños les siguen el paso, flores las mozas les tiran. Los muelles no son los muelles que antaño se conocían: seminarios de truhanes y lonjas de picardía. Ya se conciertan en paz los fletes y mercancías, y las firmas se respetan y las palabras se estiman. En fin, dirán lo que quieran, pero esta es la verdad fija: la Lisboa de los hurtos, las pendencias y las riñas, como una calza de seda la han vuelto de abajo arriba.
ATAYDE.
Si es eso, ¡también la Corte!, que el Rey tanto les estima que por ellos quiere hacer de nosotros cenobitas.

DAMA.
Publicar dicen que quieren un decreto con su firma ordenando que sus pajes confiesen cada ocho días.
ATAYDE.
Yo he conocido en París a Ignacio y su Compañía, ¡y os digo que el mundo todo se trueca donde ellos pisan!
MASCAREÑAS.
Yo he visto al padre que traje desde Roma, maravillas. Cuando de allí, a Portugal con mi séquito venía, pasamos, allá en Navarra, casi por la puerta misma del castillo de Javier, donde su madre tenía. Yo le advertí que con sólo detener la comitiva breves horas, abrazarla sin dificultad podía, pues era fácil que nunca la viera más en la vida. "La eternidad es muy larga -me dijo-, y llevamos prisa." Y aguijó la mula coja que desde Roma traía. Pero yo, Atayde, vi luego que cuando el sol se ponía, quebraba su luz en algo que le brillaba en la vista. Como yo le preguntaba con sencillez me decía: ¡Es que me lloran un poco los ojos con la ventisca!
ATAYDE.
Yo no dudo que son santos..., ¡pero hay santos que atosigan!

DAMA.
Pues vos bien que estáis, Atayde, con él de continuo.
ATAYDE.
Hija,
las necesidades mandan y los negocios obligan. Ando tras él porque quiero que él a Su Alteza le pida lo que a él puede concederle y a mí me lo negaría.
DAMA. ¿Y qué es ello?
ATAYDE.
Una licencia para pasar a las Indias.
DON MARTÍN. ¿También queréis ir allá?
ATAYDE. También, don Martín, que es
[linda la esperanza y la fortuna que los que allá fueron pintan. Cargando cinco galeras de clavo y canela fina, con buena suerte en el mar y en el precio buena vista, puede hacerse allá fortuna sin gran sudor ni fatiga. Ved el caso de Juan Freytas, que ha dos años fue a las Indias: ropas de lana llevó: las trajo de seda fina.
MASCAREÑAS.
¿Y en eso estáis empleando al padre Javier?

ATAYDE.
Querría,
valido de la amistad y la camaradería de París, que le pidiera licencia al Rey, que es sabida las dificultades grandes que en concederlas había.
(Entra por derecha un PAJE.)
PAJE.
(Dirigiéndose al CONDE DE
CASTAÑEDA.)
Señor: están aguardando para la audiencia ofrecida los padres.
CASTAÑEDA. Pasen aquí sus revenrencias.
DAMA.
¡Qué dicha!
(Levanta el PAJE la cortina para dejar paso al PADRE SIMÓN RODRÍGUEZ y al P. FRANCISCO JAVIER.)
MASCAREÑAS. Vengan el padre Simón y el padre Javier.
(Los padres hacen una reverencia al grupo. Se quedan algo retirados y confusos).
JAVIER.
No tarde en anunciarnos.
CASTAÑEDA.
Ya le arde a Su Alteza el corazón por verles; admiración será que no se arrodille cuando lleguen.
DAMA.
(A JAVIER, con beatífico embeleso.)
Ante el padre
no hay mirada que no brille, ni frente que no se humille...
JAVIER.
¡Ni perro que no me ladre!
DAMA.
Si vais a salir mañana, según Su Alteza dispuso, un trocito de sotana me daréis.
JAVIER.
Es cosa vana que como se pone al uso llevar así los embozos o bailar así tal baile, ahora usen damas y mozos esto de colgarse trozos de la sotana del fraile.
DAMA.
Ésas son muestras de amor y del afecto invenciones.
JAVIER.
Cuélguense en los corazones mis consejos, que es mejor. No vale andar en sermones, y en la misa y el rosario para que luego el diario de la vida siga igual. Señora: en la catedral tengo mi confesonario.


DAMA.
Mil gracias.
JAVIER.
A vuestros pies. ATAYDE.
Tanta franqueza y desgarro raya casi en altivez.
JAVIER.
Perdón: ¡es que alguna vez me acuerdo que soy navarro!
(A ATAYDE, que se ha separado un poco del grupo -que queda cuchicheando- y ha ido en seguimiento de JAVIER.) ¿Y tú?
ATAYDE.
Sólo de tu mano depende, padre Javier, mi ida a Oriente.
JAVIER.
Bien, hermano; ¿pero irás como cristiano o irás como mercader? Porque si en mí está lograr la licencia, me resisto a que traspases el mar para desacreditar ante los negros, a Cristo.
DON MARTÍN. Cuando ese ardor que hoy le embarga le pase, padre, a la larga, ya verá que los infieles no sirven más que en la carga de galeras y bajeles. Sólo hay que ver prisioneros en ellos.

JAVIER.
Con esas leyes de egoísmos altaneros, lo que hagan los misioneros lo desharán los virreyes.
DON MARTÍN.
Son unos pobres paganos sin religión.
JAVIER.
Son hermanos; siguen la ley natural... Acaso muchos cristianos no pueden decir igual. Ellos viven al mandar de su instinto, como potros. Saben creer o matar..., ¡pero no saben andar a medias, como vosotros! Si los voy a bautizar es por hacerlos más sanos; mas cuenten que, con mis manos, os bautizara lo mismo si hubiera un otro bautismo para los malos cristianos.
DON MARTÍN. No estuvo el sermón oscuro.
JAVIER.
Agua clara y vino puro.
ATAYDE. Y su poco de arrogancia.
JAVIER.
Soy blando con la ignorancia; con la tibieza soy duro.
DAMA.
(Oyendo que alzan las voces.)

Cállense, que el discutir no termina como empieza.
DON MARTÍN. ¿Vámonos? Voy a salir.
CASTAÑEDA.
Y yo voy a prevenir de la visita a Su Altaza.
(Salen todos, menos los padres, por derecha. Por izquierda, CASTAÑEDA.)
P. SIMÓN. Ha estado algo inconveniente.
JAVIER.
Acaso, padre; mas cuente que como es tanto el quehacer ¡no tengo tiempo de ser, a más de todo..., prudente!
(ATAYDE, que ha salido con los demás por derecha, vuelve a entrar al encuentro de JAVIER.)
ATAYDE.
Javier, el Rey va a llegar muy pronto para la audiencia; ¿le pedirás la licencia?
JAVIER.
¿Os vais, Atayde, a enmendar de vuestros yerros y males? Porque, si no os corregís, seremos, como en París, enemigos y rivales.
ATAYDE.
Yo prometo, padre, ser mejor que he sido hasta ahora.

(Entra, por derecha, DOÑA LEONOR DE ARIZA, camarista de la Reina, con el rostro cubierto, como buscando, azoradamen-te, a alguien.)
DOÑA LEONOR.
¿Está aquí el padre Javier?
JAVIER.
Alzad el velo, señora.
DOÑA LEONOR.
¡Atayde!
ATAYDE.
Leonor, ¡qué bien mis pisadas has seguido!
DOÑA LEONOR.
Buscando al padre he venido, mas porque escuches también mis palabras, te ha traído, sin yo buscarte, el Señor. Sé, padre, cómo el dolor de los demás atendéis, y aquí vengo a que escuchéis las querellas de mi amor.
ATAYDE.
Con el Rey tiene una vista; no puede escuchar ahora,
JAVIER.
Siempre escucho a quien
[implora. ¿Quién sois?
DOÑA LEONOR.
Una camarista de la Reina, mi señora, a quien ese seductor, de modo torpe y ruin
le robó fama y honor, como se roba una flor al pasar por un jardín. Acudió al llanto y al ruego, me juró ser siempre fiel, y engañando al amor ciego con sus miradas de fuego y sus palabras de miel, puso cerco desleal a mi honor, que tras el brillo de una esperanza ideal, se rindió como un castillo con almenas de cristal. Fui suya, padre, fiada de su honor de caballero, ¡y ahora me deja tirada, como una pluma chafada que se quita del sombrero!
ATAYDE. ¡No hagáis caso!
DOÑA LEONOR. ¿En qué he mentido?
ATAYDE.
Bien sé yo lo que pretendes, y no me verás cogido en el lazo que me tiendes, como un pájaro.
DOÑA LEONOR.
No pido
que te mires en mis ojos como un día te miraste. ¡Sólo ya pido de hinojos que te lleves los despojos del honor que me robaste!
ATAYDE.
No hay cosa que más me enoje que esa sentencia tan boba; el honor nunca se roba, sino que se da... ¡y se coge!

Ladrón será aquel que escoge
alguna rosa especial
y, derribando el tapial,
la roba; no el que, al acaso,
coge la rosa que, al paso,
le está ofreciendo el rosal.
¿No estás conforme, Javier?

JAVIER.
Al quererte defender, tu mismo anhelo te acusa; ladrón es todo el que abusa del honor de una mujer. Y ahora empiezo a vislumbrar por qué quieres embarcar para las Indias; ¡allí se está bien, dejando aquí las cuentas por liquidar! En París ya prometía mucho el mozo, y ya tenía buena anchura su conciencia, ¡mas no tanto!... Así le urgía tanto al hombre la licencia que, con arte, quiso hacer cómplice suyo a Javier. Pero Javier no es tan necio. La licencia tiene un precio: ¡el honor de esa mujer!
ATAYDE. ¿Qué dices?
JAVIER.
Que no saldrás con tu anhelo y ambición, Atayde, si antes no das a tu mal reparación. Piensa que tu perdición puedes labrar de otro modo. Sabes que el Rey no consiente tales modos en su gente. Si yo se lo digo todo,

puede ser que en vez de a Oriente vayas a dar con la ley...
ATAYDE.
Yo prometo que al tornar de Oriente...
JAVIER.
¡Antes de embarcar ha de ser la boda!
UN PAJE.
(Abriendo la cortina de la izquierda.)
¡El Rey!
JAVIER.
(Invitando rápidamente a LEONOR y ATAYDE a pasar, por derecha, a una sala contigua).
Aquí junto habéis de estar.
¡Ya conoces tu deber!
ATAYDE.
¡Pero me has de prometer la licencia!
JAVIER. La tendrás.
(Todo esto ha sido dicho muy rápido, mientras salían ATAYDE y LEONOR. Entra el REY por izquierda, seguido del CONDE DE CASTAÑEDA.) El Señor os dé la paz.
REY.
Y Él te bendiga, Javier.

(Toma asiento en un sillón. El CONDE se mantiene detrás a alguna distancia. Delante, de pie, JAVIER y el P. SIMÓN.)
Sabes cómo se han movido bandos en este palacio, que me han rogado y pedido que os quedaseis. He querido consultar al padre Ignacio por cartas, y a su entender, de este modo se ha de hacer: se queda el padre Rodríguez en nuestra Corte, y tú sigues solo, a las Indias, Javier.
P. SIMÓN.
Ya sé que no necesitan las Indias de un servidor, ¡pero me duele el dolor que de este modo me quitan!
JAVIER.
Dios lo pide por su amor, y no hay sino obedecer. Acaso el no padecer, siéndolo dolor mayor, a los ojos del Señor le traiga a más merecer.
REY.
¡Con qué entrega generosa llevan en sí los hermanos el querer como una rosa desmayada entre las manos!
JAVIER.
Nuestros afanes humanos, ¿qué intentarán contra Dios? Desde niño hubo una voz que me llamaba hacia Oriente... ¡y ya estamos frente a frente, como en un duelo los dos!

Esta mañana, pasando ribera del malecón acunado por un blando murmullo, y cabeceando, contemplaba el galeón tan ligero y tan marino, y el mástil esbelto y fino me parecía una pluma que, con renglones de espuma, iba a escribir mi destino. Todo mi afán atraía: la luz, la marinería, la gloria de la mañana llena de sol y alegría, y ante la ruta lejana ese andar en el bajel yendo y viniendo las gentes, que fingía sobre él como ese temblor de piel de los galgos impacientes...
REY.
Padre Francisco: de sobra se ve que es Dios el que pide tal labor, pues que coincide la vocación y la obra de tal modo.
JAVIER.
Dios decide que así sea, y yo uniré mi voluntad a sus leyes.
REY.
Y yo a tu lado estaré, que para aumentar la fe da Dios su cetro a los reyes. La Cruz del Señor bien alta quiero en mis Indias clavar. Por eso, para buscar remedio donde haga falta, noticia fiel me has de dar del estado de mis gentes
en puntos de Religión; el número y proporción de gentiles y creyentes; dónde a Cristo se traiciona, en dónde mengua su luz o su fe se desmorona... ¡No quiero tener corona donde no remate en Cruz!
JAVIER.
No existe bien soberano
para los pueblos igual
a este afecto paternal
de un Rey prudente y cristiano.
Todo lo demás es vano;
errar puede la opinión,
puede ser vana la ley.
Un hombre y una nación
no aspiren a mejor don
que un buen padre y un buen
[Rey.
REY.
Por tus palabras te doy mis gracias, padre Javier. ¡Ese Rey quisiera ser que tú piensas que ya soy!
(A CASTAÑEDA, que permanecerá detrás del sillón.) Conde, habéis de disponer para tan largo viaje la precisa provisión.
JAVIER.
Mi persona y mi ilusión; ése es todo mi equipaje.
CASTAÑEDA. Debe llevar algún paje de Corte.
JAVIER.
No es necesario que os ocupéis más de nada;
llevo mi cruz, mi rosario y al cuello mi escapulario, que me defiende.
CASTAÑEDA.
No añada
si es ya tan comprometida la empresa, nuevos martirios. ¿Quién cuidará de su vida tan necesaria?
JAVIER.
¡El que cuida de las rosas y los lirios! Mientras más pobre y sencilla la vida, mayor la paz. Me sobra todo. Además, llevo conmigo a Mansilla, el lego.
REY.
No olvidarás,
Javier, que has sido nombrado nuncio de todo el Oriente.
CASTAÑEDA.
Y en tal dignidad y estado casi parece decente que se lleve allá un criado que le guise y que le lave.
JAVIER.
Conde: me movéis a risa con esa razón tan grave... ¡Si vierais lo bien que sabe lo que uno mismo se guisa! No aleguéis la nunciatura, que en un portal, en Belén, durmió Cristo, nuestro Bien, de quien un nuncio es hechura.
REY.
Conde, ¿para qué te afanas, si él tus ofertas declina?

CASTAÑEDA. Quiero servirle...
REY.
Son vanas
nuestras prudencias humanas para su empresa divina. Mañana mismo, naciente la aurora, si puede ser, han de zarpar, con Javier, las carabelas a Oriente.
(A JAVIER.)
Y        piensa tú, al emprender
la misión que tanto anhelas,
que al ir partiendo el cristal
del agua las carabelas,
les va soplando las velas el ansia de Portugal.
Y      a vos, padre, no os importe
quedaros; tened presente
que seréis brújula y norte
de mi reino y de mi Corte, como Javier del Oriente. Vaya en paz, padre Javier.
JAVIER.
Antes, perdonad que os pida, señor, como despedida, una gracia.
REY.
¿Qué ha de ser?
JAVIER.
(Al CONDE DE CASTAÑEDA.) A Atayde y a una mujer de ahí junto están, de mi parte, si el Rey da en ello licencia, llamadles, conde, en audiencia...
REY.
En todo quiero agradecerte; que pasen a mi presencia.

(El CONDE ha salido y ha vuelto seguido de ATAYDE y DOÑA LEONOR. JAVIER se dirige a ellos, toma a ATAYDE de la mano y, dejando apartada a DOÑA LEONOR, le trae junto al REY. JAVIER subrayará con intención los versos que van en bastardilla.)
CASTAÑEDA. Pasad juntos.
ATAYDE. Gracias, conde.
JAVIER.
Éste es Atayde, señor, a quien tengo un grande amor que él con amor corresponde. Fue éste mi amigo mejor cuando en París, casi niño, dábamos juntos lecciones. Si tuvimos discusiones, fueron de esas de cariño que acercan los corazones. Conmigo mañana a Oriente él se quisiera venir, y vengo, Alteza, a pedir la licencia conveniente para que pueda partir mañana.
REY.
¿Piensa poner negocio de especiería?
ATAYDE. Así me espero valer.
REY.
Muchos son ya cada día;
mas no todos un Javier encuentran por valedor.
(A CASTAÑEDA.) Dígale a mi secretario que extienda lo necesario para su objeto.
ATAYDE. Señor: me hacéis inmenso favor.
¿Y esa mujer?
JAVIER.
(Yendo por LEONOR.)
Vos ahora
alzad sin miedo la vista. Ésta es una camarista de la Reina, mi señora, a quien Atayde se tiene por esposo prometido.
Y      a pediros, señor, viene
-pues don Álvaro conviene
en ello muy complacido-
licencia para acortar
trámites y celebrar
mañana la velación.
REY.
Y      aun le podrá acompañar
si gusta en su expedición,
teniendo por descontado
el que no haya impedimento para urgir el casamiento por el Nuncio o el Prelado.
JAVIER.
Con ello habéis completado vuestra gracia y alegría: que al esposo, como guía, debe la esposa seguir. Él lo pensaba pedir... ¡sino que no se atrevía!

Un poco de cortedad, ¿verdad, Atayde?
ATAYDE. Verdad...
JAVIER.
Señora, por tal contento las gracias al Rey le dad.
DOÑA LEONOR.
No sé decir cuanto siento.
REY.
(Levantándose.)
¿Falta algo?
JAVIER.
Falta besar a Vuestra Alteza las manos.
DOÑA LEONOR. Y nosotros.
REY.
(A JAVIER.) Y ahora ¡a dar a Cristo muchos cristianos! Te veré antes de zarpar... Que, como el Señor desea, se haga tu misión, y sea su gloria en todo cumplida.
JAVIER.
¡Y Él acreciente la vida del Rey, que tan bien la emplea! (El REY sale seguido del CONDE.)
ATAYDE.
No anduviste tú remiso en hablar por mí.
JAVIER.
Dios quiso
que hablase: y hazte la idea que cuanto dije, es preciso que, si no es verdad, lo sea. Si hablé por ti, ha sido lleno de caridad hacia ti: y cuanto yo dije aquí tú lo tienes que hacer bueno. No por Javier, no por mí; por ti mismo... ¡y por Jesús, cuyas llamadas de luz estás, a ciegas, negando; y a quien estás remachando continuamente en la Cruz! ¿Te resuelves?
ATAYDE.
Sí, Javier-pero criado y mujer me resultan mucha carga para una empresa tan larga.
JAVIER. ¡No hables como mercader!
DOÑA LEONOR.
No tienes que temer nada. Yo seguiré, enamorada, tus pasos hacia el Oriente, como la sombra, prudente, y como el aire, callada.
ATAYDE. ¡Todas lo dicen!
JAVIER.
¡Qué negro
modo de pensar...! Te digo, Atayde, que ahora me alegro de llevarte allá conmigo. Así tendrá el enemigo si ha de vencer, que batir en cerco más apretado... ¡Y así tendré yo a mi lado más almas que convertir!

ATAYDE.
Me juzga de esa manera como a un infiel.
JAVIER.
Es muy triste decírtelo, y no quisiera agraviarte...
ATAYDE.
(Con franca ira.) ¡Si no fuera por el favor que me hiciste!
JAVIER.
Escupe ya ese odio entero
que te hierve en la conciencia.
¡No temas por tu licencia!
¡Ya no peligra...! Ahora quiero
llevarte de compañero,
pues has de ser mi suplicio.
Dios te pone a mi servicio,
¡y unida a ti irá mi vida
como va junta y unida
la carne con el cilicio!
(Entran, atropelladamente, DON MARTÍN, MASCA-REÑAS y dos DAMAS. Al descorrer la cortina se advierten en la pieza contigua algunas damas y cortesanos, que charlan animadamente.)
MASCAREÑAS. ¡Venga acá, padre Javier!
JAVIER. ¿Qué pasa?
MASCAREÑAS.
Empieza a correr que os vais, y los cortesanos,

para besarle las manos, andan queriéndolo ver.
JAVIER.
¡Las manos!
DAMA PRIMERA.
¡Como se va tan pronto el padre y tan lejos!
JAVIER.
Si es que quieren mis consejos de despido, bien está.
DAMA SEGUNDA.
¿ Es cierto que se va ya?
JAVIER.
Y Atayde viene conmigo. Voy muy alegre de llevar a bordo tan buen amigo.
ATAYDE.
¡Lo mismo yo!
JAVIER.
Y su mujer también viene...
DAMA PRIMERA.
¿Puede ser?
DAMA SEGUNDA. ¿Pero cómo tan callado clon Álvaro lo tenía?
JAVIER.
Mañana, al romper el día, será la boda...
MASCAREÑAS. ¡Pasmado de la noticia!

(Las damas cuchichean, señalando a DOÑA LEONOR. Entra CASTAÑEDA por derecha.)
CASTAÑEDA.
Atestado,
padre, le espera el salón; y en la plaza, de este lado, el pueblo se ha congregado pidiendo su bendición. Puede asomarse al balcón, que se impacienta la gente...
JAVIER.
¡Yo soy el más impaciente, Castañeda, por dejar estos salones y estar entre los indios de Oriente!
(Dirigiéndose hacia el salón contiguo.) Vamos, pues.
DAMA PRIMERA.
(Besándole la mano.) No me neguéis la mano...
DAMA SEGUNDA. (Inclinándose a besar la sotana.)
Saldrá la aurora cuando al Oriente lleguéis con vuestra misión.
JAVIER.
Señora..., ¡qué lindas joyas tenéis!
DAMA SEGUNDA. ¿Las queréis?
JAVIER.
No; lo decía

P. COSME.
Entonces, llegado a Oriente, saltó a tierra el padre...
MANSILLA.
En Goa,
que es, en pequeño, Lisboa, de animada y floreciente. Desde allí el padre Javier misionó las Pesquerías, llenando noches y días de un incesante quehacer por Cristo.
porque, sin pan y sin traje, vi una anciana que moría ayer en la judería.
DAMA SEGUNDA. Le mandaré con un paje limosna.
JAVIER.
Vive detrás
de la iglesia... Y dicho en paz: si vuestra merced quisiera ir en persona..., ¡no hiciera ninguna cosa de más!
DAMA SEGUNDA.
Yo iré.
JAVIER.
Le dará contento sólo con poner los pies

en su vivienda... Y éste es, señora, mi testamento.
MASCAREÑAS.
En poco más de una hora riñó con desabrimiento; mendigó; hizo un casamiento...
JAVIER.
Y perdóneme, señora,
si en el apresuramiento
fui algo duro en el acento
y no endulcé la sonrisa.
Soy más amigo del viento,
señora, que de la brisa...
¡y hay que hacer el bien de prisa,
que el mal no pierde momento! (Pasa al salón. Los cortesanos se agolpan para besarle las manos y la sotana.)
TELÓN

CUADRO SEGUNDO

En Malaca. A la salida de la población, unas últimas casas de bambúes o madera. En el centro de la escena, un grupo de palmeras, a cuya sombra, en unas piedras, estarán sentados: MANSILLA, lego de la Compañía de Jesús; el PADRE COSME DE TORRES, sacerdote portugués, v MATEO, catecúmeno negro. Mientras los europeos hablan, éste, comiendo fruta, escuchará con gesto de asombro.
se le amodorra la mente y se le muere el deseo.
P. COSME.
Aquí tiene su guadaña larga y pródiga mies.
MANSILLA.
Y, sobre todo, aquí es la fuerza de la cizaña menos agobiante.
P. COSME.
P. COSME. ¿Y piensa volver
¿Pues cuál es la cizaña?
MANSILLA.
a Goa?
El mal
MANSILLA. Seguramente; pero antes quiso llegar el padre a evangelizar en Malaca. No es prudente quedarse en Goa. El Oriente es ladino. No presenta guerra franca: pero tienta con caricias solapadas de sus manos perfumadas de jengibre y de pimienta; y a poco que el europeo en tan dulce devaneo se deslice suavemente,
mayor para que reciban allí a Cristo y su señal, está en que allí sólo arriban las heces de Portugal. Cada infeliz portugués, que en su tierra apenas es mendigo con taparrabo, en cuanto que dobla el Cabo ya presume de marqués. Y como el mando peor es el mando del señor nuevo, son tan crueles y tratan a los infieles con tal desdén y rigor, que no hay misión que resista
tan continuo mal ejemplo. ¿De qué sirve que en el templo se hable de amor, si la vista les demuestra lo contrario? Hay mercader sanguinario que a trallazos los revienta... ¡y mientras les pega, cuenta los golpes, con el rosario!
P. COSME.
Aquí está el padre mejor que no allí en aquel hervor de tiendas y mercaderes sin conciencia ni temor de Dios...
MANSILLA.
Pues, ¿y las mujeres?
Como allí las sedas son
tan baratas, por extraño
poder de contradicción,
todas se visten de paño;
y llevan tal el tacón
y el zapato tan ruin,
que no pueden andar sin
grave riesgo de caer,
tres pasos que pueda haber
de su puerta al palanquín.
(Se oyen a lo lejos unos toques de campanilla. El P. COSME y MANSILLA se hacen señas y se vuelven levemente a escuchar. MATEO, de un salto, se sube en una piedra y otea el paisaje.)
VOCES LEJANAS DE NIÑOS.
(Cantando.)
Se encontraba la Virgen María en el oratorio haciendo oración; por la puerta se le ha entrado un
[ángel vestido de blanco que parece un sol.
LA VOZ DEL PADRE JAVIER. ¡Una limosnita, hermanos! ¡No se me hagan de rogar! ¡Ayuden todos a dar a Cristo nuevos cristianos!
(Toques de campanillas, cada vez más cercanos.)
P. COSME.
¡El padre Javier!
MANSILLA.
El mismo.
Allí viene mendigando, con sus niños, y cantando versillos del Catecismo.
VOCES DE NIÑOS. Dios te salve -le dijo-, María; llena eres de gracia a los ojos de
Dios:
entre las mujeres bendita tú eres y bendito el fruto de tu
Encarnación
P. COSME.
¡Qué lindas voces de coro!
LA VOZ DEL PADRE JAVIER.
¡Una limosnita, hermanos, para los nuevos cristianos!
MANSILLA. Ya se oye más cerca el coro.
P. COSME. Y ya se ve la sotana.
MATEO.
¡Así en la selva, al ser día, anuncia una algarabía de pájaros la mañana!

(Entra el PADRE JAVIER por derecha. Trae la sotana sucia y desgarrada. Una campanilla en una mano. Le rodea un grupo de niños, algunos negros y otros de tipo malayo.)
JAVIER.
Y ahora, hijos míos, volad a vuestra casa... Y, ¡cuidado con el juego! ¡Y recordad las cosas que os he enseñado!
(Pausa. Se vuelve hacia
los que le esperan.) ¿Y tú, Mansilla, asististe a aquella anciana?
MANSILLA.
El camino corrí dos veces.
JAVIER.
¿Y fuiste
tú, Mateo, por el vino de Juan de Araújo?
MATEO.
Previno
el roñoso tu deseo, y aunque es falso, según creo, dijo que tiene tan poco, que no puede dar...
JAVIER.
Mateo, le has de decir a ese loco que se asiente y que repare sus vanas tacañerías. Y, por Dios, que se prepare: porque antes de cinco días lo llevarán a enterrar... ¡Y es muy bobo desatino

que guarde tanto su vino... pues no se lo ha de llevar!
P. COSME. Venga, padre, a descansar.
MANSILLA.
Trae la sotana de andar entre zarzas, a pedazos. ¿Algo le duele?
JAVIER.
Los brazos...
MANSILLA. ¿Los brazos?
JAVIER.
De bautizar.
P. COSME. ¿Bautizó muchos?
JAVIER.
Por cientos
pidieron que bautizara sus hijos y predicara:.
P. COSME.
¿Predicó?
JAVIER.
Los mandamientos, en el bosque, en una clara. Nunca encontré, que recuerde, templo mejor: ni me enronco ni una sílaba se pierde... ¡Qué gran púlpito es un tronco con tornavoz de hoja verde!
MANSILLA. ¿Está alegre?
JAVIER. Regular.


¡Se me quedan sin granar tantos esfuerzos diarios! Si hubiera más operarios..., ¡qué viña por vendimiar! Pero, en fin, mirando el grano que tan ruin y torpe mano como es la mía, ya saca, en Meliapur y Malaca, no será el esfuerzo vano. Suele la pública voz apellidar a estas dos Islas de la Morería; pero yo las llamaría "Islas de esperar en Dios".
MANSILLA.
(A MATEO, que se colocó frente a él, mirándole con embeleso, y luego se ha ido corriendo hasta empujar a MANSILLA y el PADRE COSME.)
¿A dónde va, que no para
de molestarnos, Mateo?
MATEO.
Es que de aquí no le veo al padre Javier la cara, con la luz del sol.
MANSILLA.
¡Faltara escuchar tal bobería!
JAVIER.
Es que aún es nuevo en la vía del Señor, y va asustado como un niño, todavía, mirando a uno y otro lado por encontrar compañía.
MATEO.
Yo sé que a tu lado acierta mi camino, porque Dios

te abrirá, al llegar, la puerta..., ¡y ya con la puerta abierta, cabremos, padre, los dos!
JAVIER.
Acaso se han de tornar las cosas: a tu llegada te abrirán de par en par...; ¡yo sí que tendré que entrar aprovechando tu entrada!
MANSILLA.
¿Pero es que alcanza tu mente sus palabras?
MATEO.
El placer
de un río que, suavemente, va murmurando, se siente, aun sin llegarlo a entender. Cuando habla el padre Javier, yo no podré ir explicando lo que habla; pero en el blando tono claro de su voz va como un río cantando cosas que acercan a Dios.
P. COSME. ¡Qué cosas dice!
JAVIER.
Y no yerra...;
¡en cuántas almas se encierra la semilla del creer, reventando a flor de tierra con ansias de florecer!
P. COSME.
Cada vez, padre, lo veo más claramente; yo creo que estos montes y estos llanos están llenos de cristianos bautizados de deseo.

MANSILLA.
¡Qué consuelo ver que así, aun sin saber la verdad, se la reverencia aquí! ¿Verdad, padre?
JAVIER.
¡Y para mí qué responsabilidad! Es que estas gentes, hermanos, si es verdad lo que dijeron las tradiciones, ya fueron en otros tiempos cristianos.
P. COSME. ¿Cómo así?
JAVIER.
En tiempos lejanos, el padre Santo Tomé, aquel discípulo que no bastándole lo visto en el costado de Cristo tuvo que palpar su fe, según vieja tradición vino a este reino en misión, y eran sus voces ardientes maravilla de las gentes y de sus dudas perdón. Cuentan que su choza, armada con unos toscos varales, siempre estaba rodeada de una vistosa bandada de bellos pavos reales. Y cuando lleno de finas ansias de amor, con espinas se disciplinaba a solas, ellos, abriendo las colas, celaban sus disciplinas. Hasta que un día en que estaba así en dulcísima paz, un cazador que pasaba, sin ver que estaba él detrás,

contra las aves tiró y la flecha atravesó el costado de Tomás, que, gozando aquel dolor, expiró lleno de amor y consuelo celestial pensando en la herida igual del costado del Señor.
MANSILLA.
Con esa reja de arado no es extraño que quedara bien preparado el terreno para la semilla.
JAVIER.
Y basta
de conversación, que el tiempo que se pierde no se gana nunca más.
(A MATEO.) Has de llamar al rosario.
(Se va MATEO. Le sigue MANSILLA. Ha entrado por izquierda ATAYDE. Pueden seguirle algunos negros con fardos y herramientas, como si vinieran de trajinar en el campo. Éstos seguirán su camino.)
ATAYDE. Dios le guarde. (Va rápidamente. Parece que va a seguir.)
JAVIER.
(Deteniéndole con un gesto.)
¿Dónde va Atayde con tanta prisa? ¿Es que los negocios no le dejan ya una clara
para hablar con los amigos a la sombra de unas palmas?
ATAYDE.
¡Los negocios...! Buen negocio, de seguir tus enseñanzas; que si no habéis de pegar a los negros en la carga; que si hay que darle a los indios, en acciones y palabras, pruebas de amor; los dineros, padre Javier, no se cazan con miel, como los mosquitos.
JAVIER.
Entonces, ¿cómo...? ¿con trampa?
ATAYDE.
Una cosa es el negocio y otras son las cosas santas.
JAVIER.
Pero Dios no es más que uno, ¡y ése sólo es el que manda!
ATAYDE.
Dios...
JAVIER.
Dios está allá muy alto, ¿verdad, Atayde? Pues falta siempre un instante de menos en cada instante que pasa para encontrarlo... ¡Y el trance del encuentro es cosa brava! Mas dejemos este asunto, que en la fuente de la plaza siglos en la piedra lleva corre que te corre el agua; pero la piedra es tan piedra, que apenas si está mellada, ¿Y... nuestro negocio?

ATAYDE.
¿Cuál?
¿Ese empeño que te embarga la voluntad de alargarte a dar misión por la banda de Macassar?
JAVIER.
Mire, padre, si no es justa mi demanda. El reino de Macassar, que está en esas partes bajas, no guarda, padre, ni rastro de la Verdad que nos salva. Hace tiempo un portugués, misionero de Malaca, el padre Vicente Viegas, lo misionó, y según anda en tradición y recuerdo de los viejos, fue muy brava su labor, y su cosecha, si no espléndida, no mala. Luego se ha perdido el rastro de Cristo allí: ¿no es demanda justa que Atayde que tiene amistad bien apretada con esos indios, con quienes anda en negocios de cargas de canela, me consiga la proporción necesaria para ir allá?
ATAYDE.
Me resisto,
padre, porque aquella banda de Macassar, es terreno peligroso, y gente mala aquella gente..., y no quiero, pues me pesa sobre el alma dejar al padre Javier entre tantas amenazas.

JAVIER.
¡Qué inesperado cariño v qué previsión extraña!
(Con retintín.)
Tanto me quiere don Álvaro, que no quiere que me vaya, ni me mueva, ni predique...
ATAYDE.
lis que donde va levanta tempestades, y no quiero que se exponga quien trabaja tanto por Cristo...
JAVIER.
¡Buen modo de celar las cosas santas! Por evitar sacrilegios, que la procesión no salga; por no irritar a lo malo, que lo bueno no se haga. ¡Y porque pueda seguir un mercader a sus anchas trocando por baratijas canela fina y barata y trayendo sobre el lomo de un indio hasta cuatro cargas, mejor es que a aquellas tierras el misionero no vaya; que es expuesto que lo maten -¡pobrecito!- con sus lanzas!... ¡Y es expuesto, sobre todo, que tras de oír sus palabras aquellas gentes no quieran seguir dando sus espaldas, al látigo, como perros; como bestias, a la carga!
ATAYDE. No es eso, padre...
JAVIER.
No es eso, ¡es que el que un día entregara

Judas por treinta monedas, sigue en mercado y en plaza revendido cada día por lo primero que salga!
ATAYDE.
No, padre; y para que veas que tus sospechas te engañan, yo prometo que en pasando estas lluvias que ahora enfangan los caminos, trataré la previsión necesaria para que puedas llevar a Macassar tu palabra.
JAVIER.
¿Es cierto que lo prometes? Mira, Atayde, que me tarda mucho sabiendo que esperan sin luz de Dios tantas almas. Mira que, amarilleando de sequedades mi alma, como en la playa la arena, como en el río la caña, me estoy muriendo de sed teniendo tan cerca el agua.
ATAYDE. Irás, padre, a Macassar.
(Ha empezado un toque de campana.)
JAVIER.
El rosario...
(A ATAYDE.) ¿No le alcanza
el tiempo para ir?... Pues hoy predicaré la parábola del rico avariento...
ATAYDE.
¿Va para alguno dedicada?
JAVIER.
Para nadie: el Evangelio es de todos... Sus palabras las suelto yo como pájaros, ¡y ellos se buscan su rama!
ATAYDE.
Adiós, padre, y le prometo que iré un día...
JAVIER.
Y no se vaya durante el rosario por la ronda, de alegre charla con Meliapú la negrita, o con Zima la malaya. ¡Si tiene en doña Leonor mujer tan fresca y lozana!
ATAYDE. Todo eso es cuento.
JAVIER.
Pues por si acaso, piensa con calma, que fuese el que fuese tu propósito para el mañana de la eternidad, no te hacen tantas amiguitas falta. Para salvarte, te sobran todas, como es cosa clara.., Para condenarte, Atayde, ¡no son necesarias tantas!
MATEO.
Padre Javier, el rosario. Pero antes, si no le cansa, hemos de pasar a ver a una mujer que le llama.
JAVIER. ¿Qué le ocurre?

MATEO.
Se le muere
un niño...
JAVIER,
¿Y qué quiere que yo
[haga?
MATEO.
Quiere que el padre le diga los evangelios...
JAVIER.
Anda, anda; hay que ser médico aquí de los cuerpos y de las almas.
(Sale con MATEO. ATAYDE va a irse también cuando entra DOÑA LEONOR, seguida de una negrita, que le lleva un quitasol)
ATAYDE.
¿A dónde va mi señora doña Leonor?
DOÑA LEONOR.
Al rosario del padre, que ya es la hora.
ATAYDE.
¡Oh flor de confesonario que entre rezos se desflora!
DOÑA LEONOR.
¿Es que en los rezos empleo las horas en que al paseo me llevara mi marido?
ATAYDE.
Yo tengo el tiempo cogido con mi trabajo.

DOÑA LEONOR. Y yo creo
que, al menos, mi soledad es para mí.
ATAYDE.
Las mujeres siempre andáis con alfileres pinchando nuestra piedad. Todo es poco. ¿Qué más quieres? ¿Es que hay en Malaca, acaso, mujer que ganarte pueda? ¿No tienes tocas de seda? ¿No tienes faldas de raso?
DOÑA LEONOR.
Y me recuerdas al paso a aquel canario sonoro que lloraba su alegría y a quien su dueño decía: ¿no tienes jaula de oro? Con tal regalo algún día vuestro amor cumplido queda... ¡Y no comprendéis que pueda un corazón maltratado llorar, también, enjaulado tras un corpiño de seda!
ATAYDE. ¿Llorar, de qué?
DOÑA LEONOR.
Del desvío de un querer que, sin parar, pasa por mí, siendo mío, como por el puente el río pasa buscando su mar. Sé de tus horas perdidas, y aunque no ves mis heridas y ves mis ojos serenos, están mis silencios llenos de lágrimas contenidas.

ATAYDE.
Déjate de seductoras palabras; no necesitas repetirme que me adoras...
DOÑA LEONOR.
¡Cómo olvidastes las horas alegres de aquellas citas, cuando, jurándome amor, me bebías el aliento junto a aquel jazmín en flor que casi espesaba el viento con el peso de su olor!
ATAYDE. ¡Déjame en paz!
DOÑA LEONOR.
¿Qué serpiente con silbo de pluma y seda así te coge y te enreda? Maldito sea este Oriente donde tan astutamente nos aduerme la canela y el sándalo nos desvela, y el pájaro nos encanta con magia de flor que canta y de arco iris que vuela; donde todo es cautiverio del alma y tibio misterio que en todas partes se esconde., ¡Maldito este Oriente, donde hasta el aire es adulterio!
ATAYDE.
¡Fantasía de mujer! Yo no sé qué buenas artes se ha dado el padre Javier que habéis aprendido a ver pecados por todas partes.
DOÑA LEONOR.
Ya descubres tu rencor...
ATAYDE.
¿No puede en cosa mejor matar el buen santo el ocio?
DOÑA LEONOR.
¡Un santo es un mal negocio siempre, para un pecador! Comprendo que a un mercader que compra especie barata y que a los negros maltrata le sobre el padre Javier; pero a una pobre mujer que vive en perpetuo duelo abandonada y herida, su voz de luz y de cielo, es el único consuelo que le queda en esta vida.
ATAYDE.
Si es así, tus alegrías pronto se van a acabar.
DOÑA LEONOR.
¿Por qué?
ATAYDE.
Porque a misionar irá el padre a Macassar.
DOÑA LEONOR.
¡Por algo más lo decías!
ATAYDE.
Mujer..., ¿qué quieres decir?
DOÑA LEONOR.
Yo he visto entrar y salir gentes extrañas en casa, y sospecho que algo pasa que no me quieres decir.
ATAYDE.
¿Qué dices?

DOÑA LEONOR.
¡Tú tramas algo contra el padre!
ATAYDE. ¡Boberías
de mujer!
DOÑA LEONOR.
En cuanto salgo fuera de casa estos días, en secreto recibías un indio...
ATAYDE.
Es que ahora le vendo a ese indio tela embreada.
DOÑA LEONOR.
¡Mírame los ojos...! ¡Nada! ¿Para qué? ¡Si ya no entiendo lo que dice tu mirada! No puedo ya ver, así, como en otro tiempo vi tu voluntad escondida... ¡los ojos que eran mi vida ya están mudos para mí!
(Se echa a llorar.)
ATAYDE.
(Empujándola hacia adentro.)
¡Esto faltaba que ver! ¡Qué verdad es la sentencia: "a soldado y mercader siempre estorba la mujer"!
DOÑA LEONOR.
La mujer... ¡y la conciencia!
(Salen. Queda sola la escena. Durante todo el diálogo anterior ha ido oscureciendo. Entran el PADRE JAVIER y MATEO. Éste lleva un farol. Entran como huyendo de algo.)
JAVIER.
Por aquí...
MATEO. ¡Padre Francisco!
JAVIER.
Por aquí digo, y silencio.
MATEO.
¿ Por qué huir como un ladrón cuando tal bien habéis hecho?
JAVIER.
¿Qué bien?
MATEO. Padre: yo lo vi de cerca y estaba muerto el niño cuando llegaste; f río estaba como el hielo.
JAVIER.
No digas bobadas.
MATEO.
Padre...
JAVIER.
¡Era que estaba durmiendo!
MATEO.
Ya iban a regar de rosas, padre Francisco, su cuerpo, cuando le tocaste.

JAVIER.
Mira
que te prohibo, Mateo, que digas a nadie nada de esos fantásticos sueños.
MATEO. Yo lo toqué, padre, frío...
JAVIER.
¡Era que estaba durmiendo!
(Ha entrado un negro escondiéndose, atemorizado. Trae colgada al hombro una escarcela. Se le oye sollozar.)
MATEO.
¿No es llanto eso que se
[escucha?
(Levanta el farol hasta descubrir al negro.)
JAVIER.
¿Quién va a estas horas?
MATEO.
¿Qué es esto?
PATAMAR.
¡No me hagáis daño!
JAVIER.
¿Quién es?
MATEO.
Un patamar: un correo peatón, que acaso ha perdido sus caminos.
PATAMAR.
Extranjero, no me hagas daño.

JAVIER.
Descuida, que no te lo haré.
PATAMAR.
Lo creo:
tú tienes algo en los ojos, sencillo, como los ciervos.
JAVIER. ¿Qué te ha ocurrido?
PATAMAR.
A varazos
me van a matar si vuelvo a la ciudad... Blanco, ¡sálvame! Si me salvas yo te ofrezco bucear la madreperla más profunda del Océano para ti.
JAVIER.
No me hace falta; yo no estoy en tal comercio. ¿Quién es tu amo?
PATAMAR.
¿Tú vas a denunciarme, extranjero?
MATEO.
El blanco quiere salvarte; háblale claro, que es bueno.
PATAMAR.
Mi dueño, blanco, no tiene ojos, como tú, de ciervo, sino de lobo montuno y de chacal carnicero. Yo he perdido su mandado y me matará si vuelvo.
JAVIER.
¿Cuál es su nombre?

PATAMAR.
Don Álvaro...
JAVIER. ¿De Atayde?
PATAMAR.
Sí, como eso... ¡Pero tú no le dirás que he perdido su dinero!
JAVIER. ¿Qué dinero?
PATAMAR.
Me mandó,
hace días, para el reino de Macassar, y me dio como presente y recuerdo para el Jefe y el Brahmán, más viejo de entre los viejos, veinte monedas de oro. Él sabe que yo soy bueno. Nunca perdí sus mandados ni toqué su oro. Yo quiero cuando me muera, tener mujeres y jugo fresco de palma.
JAVIER.
Vas a decirme cómo has perdido el dinero.
PATAMAR.
Quise bañarme en el río. Quemaba el sol como fuego. Se resbaló la escarcela. Cayó en el agua el dinero; pescaditos de oro claro río abajo iban corriendo.
(Solloza.)
JAVIER.
No llores.

PATAMAR. ¿Cómo no quieres que llore...? ¡Si tú, extranjero, me dieras veinte monedas como aquéllas!
JAVIER.
¡A buen puerto viene tu barca a pedir tan lucido cargamento!
(Le muestra sus bolsillo vacíos.)
MATEO.
¡Si el blanco no tiene ni para dátiles frescos!
PATAMAR. Me matará el amo a palos.
JAVIER.
No te matará.
PATAMAR.
No puedo
ir a Macassar; la carta dice que llevo el dinero.
JAVIER.
¿Qué carta?
PATAMAR. La que me dio el blanco.
JAVIER. ¿Y ésa?
PATAMAR.
La tengo
aquí, que quedó en el fondo de la escarcela... No puedo sin el dinero llevarla.

JAVIER. A ver la carta.
PATAMAR.
Extranjero,
era para el gran Brahmán que entiende las letras.
JAVIER.
Negro, a ver la carta.
PATAMAR.
Ésta es.
JAVIER.
(Después de mirarla, pasa a MATEO y le tor el farol.)
No la entiendo bien. Mateo,
léela tú.
MATEO.
"Señor: la gracia contigo y la paz del cielo. Con el correo que envío van esos veinte dineros en testimonio y fianza de mi cariño y afecto."
JAVIER.
Me complace oír en don Álvar esos conceptos tan tiernos. ¿Qué más?
MATEO.
"Los últimos sacos de canela están ya en puerto. Pronto, pasadas las lluvias y despejado el invierno, irá con la caravana que preparo, el misionero blanco de que ya os hablé. A vuestras manos lo entrego,
ya sabéis que no es mi amigo... y yo soy amigo vuestro." ¡Padre Francisco!
JAVIER.
¿Qué pasa? ¿Es que no ves bien, Mateo?
MATEO.
Veo más que yo quisiera.
JAVIER.
Entonces..., sigue leyendo.
MATEO.
"Os recuerdo lo que hablamos la última vez que en el reino estuve. Yo llegaré tras él, al muy poco tiempo; cuando yo llegue a vosotros todo debe de estar hecho."
(Casi llorando.) ¡Padre Javier!
JAVIER.
¡Qué mirada tan amable del Maestro debió ser aquella, cuando se volvió a Judas, diciendo: "Uno de vosotros mismos me ha de entregar"! Ahora quiero yo también que a su destino llegue esa carta.
PATAMAR.
No puedo sin el dinero llevarla.
MATEO.
Pero, padre...
JAVIER.
Sí, Mateo; meses hace que estoy con don Alvaro discutiendo porque me arregle la marcha de Macassar... Y este medio es el único de que cumpla Atayde mi deseo; por buscar mi mal, hará lo que no hace por mi ruego.
MATEO.
Pero irás, padre, entregado a unos lobos carniceros.
JAVIER.
Iré a poner en balanza mi vida y el Evangelio. ¡Al fin, Señor, se presenta algo que hacer en tu obsequio! ¡Vuela tú, como la alondra sobre el prado, mensajero, que mi afán más alto llevas y la flor de mis deseos!
PATAMAR.
Blanco: yo no puedo ir si no me das los dineros.
MATEO.
Eso te salva.
JAVIER.
No quieras, Señor, salvarme por eso.
(Casi en éxtasis.) Señor, Señor: no desoigas mi voz; deja que tu siervo pruebe también de la copa de tu amargura del huerto. Tú pusiste la mejilla para entregarte en un beso; en esta entrega que traman, deja que yo ponga el precio.

MATEO. ¡Padre Javier!...
JAVIER.
(Transición. Rebuscando en sus bolsillos. Al PATAMAR.)
¿Sabes tú
que, acaso, pueda remedio poner a tu desventura?
PATAMAR.
¿ Me darás, blanco, el dinero?
JAVIER.
Acaso, en este bolsillo...
MATEO.
¡Padre!
JAVIER.
Tú calla, Mateo.
(Ha sacado de su bolsillo
unas monedas de oro.) Puede que basten.
(Se las da al PATAMAR. Éste las recibe de rodillas.)
PATAMAR.
¡Bendigan
los dioses tu mano!... ¿Es esto verdad?... ¡Son veinte monedas como aquellas, extranjero!
JAVIER.
No habrás de decirlo a nadie.
MATEO.
Padre, ¿es posible?

JAVIER.
¡Y tú, menos! Y ahora corre a Macassar y entrega carga y dinero. Di que vayan una esponja
mojando en hiel, y tejiendo una corona de espinas.... y cruzando dos maderos.
PATAMAR.
No lo entiendo.
JAVIER.
Ni hace falta. Corre y calla, mensajero.
PATAMAR.
(Besando, antes de guardarlas, las monedas.) Blanco, me huelen a flores de no sé qué tus dineros.
JAVIER.
Es que suelo, en los bolsillos, llevar especias...
PATAMAR.
Un beso
deja que ponga en el borde de tu túnica.
JAVIER.
Anda, negro, no te encuentren.
PATAMAR.
Voy.
(Sale.)
MATEO.
¡Jamás podré yo consentir esto!
JAVIER.
No te hagas el valentón, que lo mismo hizo San Pedro, y antes que el gallo cantara tres veces negó al Maestro. Tú, calla..., y Dios sobre todo.

TELÓN

MATEO.
Pero Atayde.
JAVIER.
Mi contento sólo lo mustia la pena de ese nombre, como un peso. ¡Su alma, Mateo, su alma! Cuando cogerla pretendo se me va de entre las manos como el agua de un riachuelo. ¡Su alma! ¡Qué dolor!... ¡Su alma...!
MATEO.
¿Todavía tienes tiempo de dolerte del verdugo cuando está la soga al cuello?
JAVIER.
Es Dios el que lo dispone... ¡Él es sólo el instrumento!
(Durante los últimos versos ha empezado a oírse tumulto de voces.)
VOCES, DENTRO.
-¡Milagro! ¡Milagro!
-¿Dónde está el padre?
-Por aquí.
MATEO. Vienen en tu busca.

-Levi de este lado.
JAVIER.
(A MATEO, queriendo huir por la izquierda.) ¡Corre! ¡Ven!
(Le ha descubierto un grupo de mujeres y hombres -negros y malayos-que sale por derecha con faroles y antorchas. Delante, llorosa, desmelenada, viene la MADRE que le llamó para visitar a su hijo moribundo.)
UN HOMBRE. ¡Aquí está!
MADRE.
(Arrojándose a los pies del PADRE.) ¡Bendito!
UNA MUJER.
¿Quién
es este que huye asustado como quien hace un pecado después de hacer tanto bien?
MADRE.
¡Padre!

JAVIER. No la escuchéis, que no es cierto.
MADRE.
(Reteniéndole por las rodillas.)
¿Cómo no, si estaba muerto mi niño cuando él llegó? Heladito estaba y yerto, que mi mano lo tocó; como nieve del nevero; los ojos sin luz ni brillo; ya poniéndose amarillo como la flor del romero.
Y yo, como loca: "Quiero
que venga el padre Javier".
"¿Y el padre, qué puede hacer?"
"No importa; una madre quiere,
cuando un hijo se le muere,
los imposibles poder."
Y llega el padre; le toca
con su báculo; la boca
le acerca... ¡y ha revivido!
JAVIER.
¡Era que estaba dormido! ¡No hagáis caso de esta loca!

MADRE.
Es verdad... ¡Yo os juro que revivió al rozar su báculo!
JAVIER.
En todo caso, Dios fue... Entre su Gracia y tu fe yo no fui más que el obstáculo.
UN HOMBRE. ¡Es un santo!
JAVIER. ¡Por favor, que os calléis!
UNA MUJER.
¡Echadle flores!
JAVIER.
(Huyendo a viva fuerza, entre todos, que quieren besarle manos y sotana.)
¡No soy sino un pecador
más entre los pecadores!
Locos sois y soñadores;
desperté a un niño dormido...
No ha sido lo sucedido
tal prodigio ni favor...
Pero recen al Señor
como si lo hubiera sido.

JAVIER.
¡Esconde
la luz, Mateo!
VOCES.
-¡Responde,
padre!
-¿Dónde está?

JAVIER.
¡No llores!
MADRE.
De amor son las lágrimas que lloro. Que oigan todos el favor. ¡Me ha despertado mi flor! ¡Me ha devuelto mi tesoro!

ACTO III
CUADRO PRIMERO

En Macassar. A la puerta de la tienda del jefe de la tribu. Ésta estará
situada en la izquierda y tendrá, sobre la puerta, como un toldillo,
sostenido por bambúes. Paisaje de desierto. Palmeras. Lejanía.

INDIO PRIMERO.
¿ Preparaste ya el cestillo ton la legumbre y el pan para el sacrificio?
INDIO SEGUNDO. Todo dispuesto y medido está.
INDIO PRIMERO.
Vamos, entonces...
INDIO SEGUNDO.
Aguarda;
¿no ves una nube allá, donde el sol cubre la arena de estrellitas de cristal?
INDIO PRIMERO.
Ya veo.
INDIO SEGUNDO.
Seguramente, los portugueses serán.
INDIO PRIMERO.
Avisa al jefe.
INDIO SEGUNDO.
Señor,
de lejos se ve llegar
una caravana.
(Ha salido el JEFE, seguido de un indio más, que hará todo el tiempo a su lado oficios de chambe-lanía, y al que llamaremos CHAMBELÁN. Detrás ha salido el GRAN BRAHMÁN.)
JEFE. Son los blancos, que como está ya enjuto el cielo, y la arena buena para caminar, es tiempo ya de que venga. ¿No te parece, Brahmán?
BRAHMÁN.
¡Qué Brahmá le traiga al indio por ellos prosperidad!
CHAMBELÁN. Ya se ven carros y bueyes.
JEFE.
Ya parecen acampar. Enciende una antorcha y sube que la vean flamear, no les deslubre y les pierdan las arenas.
INDIO PRIMERO.
(Enciende una antorcha. Sube a una palmera y da un grito gutural.)
¡Blanco, acá! ¡Blanco, acá!
CHAMBELÁN.
Ya nos han visto.
JEFE.
Ya se quiere destacar alguno. ¡Mueve la antorcha!
CHAMBELÁN.
Ya llega.
JEFE.
El blanco será de que el portugués habló. ¿No lo ves venir, Brahmán? Descalzo viene, y la túnica desgarrada.
INDIO PRIMERO.
¡Por acá!

JEFE.
¡Viene encorvado como una caña con el vendaval!
CHAMBELÁN. La caminata es penosa. Por aquí, blanco.
(Ha entrado el PADRE JAVIER, descalzo; la sotana, maltratada; apoyándose en un bastón. Le sigue, con unas alforjas, MATEO.)
JAVIER.
La paz del Señor con todos.
JEFE.
Pasa.
¿Tuviste que caminar muchos días?
JAVIER. Más de diez.
JEFE.
Vendrás llagado de andar; nuestra ley manda lavar al caminante los pies.
MATEO.
No os molestéis que, aunque ha ido a pie por los arenales, yo sé que, estando dormido, cada noche le han lamido manos y pies los chacales.
JEFE. ¿Los chacales?
JAVIER.
Éste andaba tan cansado del desierto que, cuando se reposaba, lo que dormido soñaba pensaba verlo despierto.
 JEFE. ¿Y qué quieres?
JAVIER.
Predicar la Verdad y el Bien.
JEFE.
Negar es eso nuestra creencia.
JAVIER.
Es sólo pedir licencia de poderla comparar. Si un ciego, de pronto, viera en una noche de luna, seguramente creyera que en todo el cielo no hubiera luz como aquella ninguna; mas, luego, dudara al ver la aurora con su arrebol, y, al fin, al verlo nacer, alcanzara a comprender que tiene más luz el sol.
JEFE.
¿Y vienes?
JAVIER.
Vengo de España, que es una peña que cierra por Occidente la tierra que el Mar Tenebroso baña; granero de Dios, encierra cosecha para inundar el mundo, y al aventar esa cosecha que digo, yo soy un grano de trigo que trajo el viento al azar.
JEFE.
No pienses que nos aterra tu palabra; di mejor cómo vienes a esta tierra.
JAVIER.
A mitad en son de guerra y a mitad en son de amor. La Verdad traigo en mis manos: vengo a predicar a Cristo.
JEFE.
Luego eres tú, por lo visto, de esos que llaman cristianos... Pues, en Ceylán, tus hermanos fueron muertos a cuchilla.
JAVIER.
¡Qué importa! La plata brilla mientras más se bruñe, más. Morir por Cristo es la paz. De Cristo serán semilla los mártires de Ceylán, y sus sepulcros serán, abiertos sobre las rocas, por todos los siglos, bocas que a Cristo confesarán
CHAMBELÁN.
(A grandes voces.) Repara que estás delante del Jefe, y tanta osadía va resultando arrogante... ¿O es que quiere tu desplante celar tu superchería?
JAVIER.
(Mirando a todos lados.) ¿Cuál es el sordo?
(Por el BRAHMÁN, que está hierático e inmóvil.) ¿El santón?
CHAMBELÁN. No hay nadie sordo.
JAVIER.
Perdón;
¡como esos gritos me dais!... ¿O es que con gritos pensáis robustecer la opinión?
JEFE.
El blanco tiene razón. Hemos de hablar poco a poco, y empecemos por oír lo que él tenga que decir.
BRAHMÁN.
Por las palabras de un loco no te dejes seducir.
JAVIER.
(Irónico, al BRAHMÁN.) Pues si es molestia y agravio oír al loco misionero, será prudente, primero, saber lo que dice el "sabio". Muéstrale tú al extranjero la ciencia de los brahmanes.
BRAHMÁN.
¡Mi ciencia es oculta!
JAVIER.
¡Basta!
Vosotros sois una casta de ociosos y charlatanes. ¿Para quién guardas tú, brujo, tu saber?
BRAHMÁN.
En todo hay grados.
JAVIER. ¿Para qué tanto tapujo?
La fe, brahmán, no es un lujo de unos pocos iniciados.
(Insinuante.) Porque su luz redentora por todo el mundo se vea, el Señor que mi fe adora encendió con luz de aurora los campos de Galilea; no quiso, avaro, ocultar lo que nos vino a enseñar como una doctrina extraña. Cristo enseñó en la montaña, y en el lago, y en el mar...
JEFE.
(Al BRAHMÁN.)
¿Qué respondes?
BRAHMÁN.
Le diré que no todos los mortales alcanzan las celestiales claridades de la fe.
JAVIER. ¿Pues no son todos iguales?
BRAHMÁN.
No blasfemes; yo he salido de la cabeza de Brahma.
JAVIER.
¡Tú eres polvo ennoblecido por una indecisa llama de Dios!
BRAHMÁN. Habla comedido, que tus palabras se van excediendo. Bien están tu Dios y tu catecismo... ¡pero un paria y un brahmán no serán nunca lo mismo!

JAVIER.
¿Según qué ley?
BRAHMÁN.
Según que Brahma, al hacerlos, les dé distinta naturaleza. El paria nace del pie y el brahmán de la cabeza; y así se marca en razón del nacer, la distinción de estos diferentes modos...
JAVIER.
¡A mi Dios le caben todos dentro de su corazón! lisa es la enseñanza mía.
JEFE. Mucha belleza hay en ella.
JAVIER.
La Verdad es siempre bella.
BRAHMÁN. ¡ Y también la fantasía!
JEFE.
Mas di: ¿quién ofrecería no habiendo estos "charlatanes", como tú dices, los panes porque los dioses los tomen?
JAVIER.
Pero... ¿vuestros dioses comen? ¿No serán vuestros brahmanes?
BRAHMÁN.
¡Me injurias!
JEFE.
Tu indignación guarda y opón la razón contraria a sus argumentos.

JAVIER.
(Envalentonado por el
apoyo del JEFE.) Dime tú los mandamientos de tu ley.
BRAHMÁN. Blanco: no son mis mandamientos oscuros.
JAVIER. ¿Qué manda tu dios?
BRAHMÁN.
Beber
agua clara y no comer los animales impuros.
JAVIER.
¡Sentencia bien pobre y loca; que para Dios sólo vale lo que por la boca sale, no lo que entra por la boca! Con esta doctrina, poca consideración le dais a lo interior... No digáis con vuestra boca mentira, no la manchéis con la ira... ¡y comed lo que queráis! Lo ponéis todo al servicio de la apariencia exterior. A los ojos del Señor desatáis el mal y el vicio... ¡y después el pecador ya se figura que aplaca su justicia y su grandeza con regarse la cabeza con suciedades de vaca! Mi fe es más honda y empieza donde se acaba el mirar. ¡Es necesario bajar a lo más hondo y cogerla, como se coge una perla de lo profundo del mar!

JEFE.
¿Cuál es tu doctrina?, di.
BRAHMÁN.
Corta de una vez su paso.
JEFE. ¿Por qué, Brahmán?
BRAHMÁN.
Porque así servirás al dios.
JEFE.
¡Y acaso te sirva también a ti!
JAVIER.
Tú pasas tardes y auroras ante el padre Sol hincado, porque ninguno te ha hablado del solo Dios que ha creado ese Sol al que tú adoras. De ese Dios, que no es igual a ningún dios, vengo a hablarte, y en nombre de Él, a enseñarte que por amor al mortal, vino al mundo en un portal, y carne humana vistiendo, tomando Jesús por nombre...
BRAHMÁN.
¡Ya está el cristiano mintiendo! (Escupe  a  la  cara  del PADRE JAVIER.)
JEFE.
(Se levanta, imperativo.) ¡Brahmán!
(El BRAHMÁN se ha retirado unos pasos, atemorizado. El JEFE se ha quedado perplejo al ver al PADRE JAVIER secarse serenamente el rostro y proseguir.)

JAVIER.
íbamos diciendo que Cristo Dios se hizo hombre para enseñarle al mortal esta ciencia celestial que no alcanzan tantos sabios de perdonar los agravios y devolver bien por mal.
JEFE.
¿Qué hombre es éste que resiste así el insulto?
JAVIER.
Es honor
sufrir por Cristo. El valor Él me lo da... Soy un triste siervo de tan gran Señor.
JEFE.
Blanco: tu extraño poder me arrebata y me conquista. Haz un milagro a mi vista, y te prometo creer.
JAVIER.
Sin prodigios ha de ser. Los verdaderos creyentes no piden pruebas vivientes de la luz; basta su brillo... ¡Soy algo más que un sencillo encantador de serpientes! Has de medir sin más luz que la fe todo el abismo, y has de creer por el mismo escándalo de la Cruz. Yo hablo en nombre de Jesús, que, escupido y flagelado, rota su carne divina, murió en una cruz clavado.
JEFE.
Nos aportas la doctrina, entonces, de un condenado.

JAVIER.
De un condenado de amor
que nos amó de tal suerte,
que nos dio vida en su muerte
y esperanza en su dolor;
de un generoso Señor
que para todos tenía
una palabra de miel,
y a  los parias atendía
y a los niños les decía
que se acercasen a Él;
de un Dios que en la Cruz
clavados
tiene ya por los pecados
de todos los pecadores
de tanto abrirlos de amores
los brazos desconyuntados!
JEFE.
Será preciso escuchar, blanco, toda tu creencia.
JAVIER.
Sólo te pido licencia para poderla enseñar.
(Ha entrado DON ÁLVARO DE ATAYDE.)
ATAYDE.
¿Qué es esto?... ¿Es que en Ma
[cassar también oyen tus sermones?
JAVIER.
Venga aquí el amigo fiel de las dulces intenciones. ¡Ya están mansos los leones de la cueva de Daniel!
ATAYDE.
Aún me faltas al respeto cuando todo te lo he dado para esta empresa.
JAVIER.
¡Fiado en mi perdición!
ATAYDE.
(Con ira y gesto de arrojarse sobre JAVIER.) ¡¡No!!
JEFE.
¡Quieto!,
que es mi huésped, y es sagrado. (ATAYDE se queda inmóvil, decepcionado.)
JAVIER.
Desiste, Atayde. No es razonable -ya lo ves-que el Señor me haga venir hasta el Oriente... a morir a manos de un portugués.
ATAYDE. ¿Qué dices, Javier?
JAVIER.
Creías
que en Macassar me exponías a los últimos rigores, y ellos han sido mejores de lo que tú suponías.
JEFE.
El blanco tiene razón, y sospecho, portugués, que con perversa intención tramabas su perdición según tu propio interés.
(A JAVIER.)
Pero no tema el cristiano, que su hablar no ha sido vano. Viva aquí cuanto quisiere que el indio bueno no quiere sangre de justo en su mano.
TELÓN
(A ATAYDE.) Y si quieres tu dinero, portugués...
ATAYDE. Pero... ¿qué dices?
JEFE.
Te lo repito, extranjero: si lo quieres...
ATAYDE. ¡Nada quiero!
JAVIER.
(Suave, natural.) Pero no te escandalices, que estoy de todo enterado. Veinte monedas he visto que eran precio de un pecado... ¡A alto precio me has tasado, que treinta dieron por Cristo!
ATAYDE.
Di que es mentira, Javier, cuanto has dicho.
JAVIER.
¿Es que mitieron estos dos ojos al ver cierta carta?
ATAYDE.
(Fuera de sí. Ademán de arrojarse sobre JAVIER.)
¡Habré de hacer lo que estos bobos no hicieron!
JEFE.
¿Qué extranjero se atrevió frente al indio a tales modos?
(A su séquito.) ¡Acercadle!
JAVIER.
(Van a echarse sobre ATAYDE. El PADRE JAVIER lo cubre con su cuerpo.)
¡Quietos todos! ¡Que ahora lo defiendo yo!
JEFE.
¿Pero cómo, si él tramó tu muerte, pones tu mano por su defensa?
JAVIER.
Es mi hermano, además de mi enemigo; ¡que nadie le ofenda, digo!
JEFE.
¿Eres loco?
JAVIER.
¡Soy cristiano! La venganza no complace mi doctrina ni mi fe..., y el Señor perdona al que no sabe lo que se hace.
(A ATAYDE.) Yo, en adelante, seré la mejor guarda al cuidado de tu vida pecadora... ¡No puedes morir ahora, que sé que estás en pecado! Que nadie se atreva, osado, ni un pelo tuyo a rozar... Y ahora, miradme besar la mano que me asesina. ¡Ésta es la nueva doctrina que os he venido a enseñar!
ATAYDE. ¡Siempre acabas por vencer!

JAVIER.
Es que siempre lucha Dios por el lado de Javier... ¡No vas, Atayde, a poder tú solo contra los dos!
JEFE.
Bien está; queda amparado Atayde por tu deseo. Y ahora, blanco, es ya llegado el momento deseado de oír tu doctrina.
JAVIER.
Mateo:
si el jefe da su licencia, llama al pueblo a mi presencia.
JEFE. Puede el que quiera llegar.
MATEO.
(Ha sacado la campanilla de sus alforjas. Se acerca a la derecha y la agita frente a la llanura.) Vengan todos a escuchar del blanco la nueva ciencia de la Vida y la Salud...

(Empiezan a llegar indios, indias y niñas. MATEO sigue agitando la campanilla.)
¡Saber es de gran virtud este saber excelente!
(Entran más indios e indias.)
JAVIER.
Siéntese en torno la gente.
(Se sientan en rueda. El JEFE permanece como en la anterior escena, con el CHAMBELÁN y los dos indios detrás. El BRAHMÁN, algo retirado, de píe. ATAYDE, de pie, por derecha, apartado. JAVIER, en el centro de todos.)
Y no tengan inquietud,
que no vengo en son de guerra,
ni daño ninguno encierra
mi palabra ni mi voz.
Vengo a hablar de un solo Dios,
creador del cielo y la tierra...


CUADRO SEGUNDO

El muelle de Malaca. Atravesará algo oblicuamente el fondo de la escena, el cantil de dicho muelle. A derecha, en primer término, la proa labrada de un galeón, que se supone atracado al muelle. Llenando todo ese extremo de la escena, la vela cuadrada del galeón. Algunos marineros suben y bajan, en faena, del galeón al muelle. En éste se hallarán DON DUARTE DE GAMA, marinero portugués, y MATEO.
MATEO.
¿Pero es cierto, don Duarte, que hoy mismo piensan zarpar sus naves para el Japón?
DON DUARTE.
No puedo esperarme más. La estación de los tifones se acerca, y el navegar en ella es grave peligro.
MATEO.
¿Y es cierto que también va el padre Francisco?
DON DUARTE.
Acaso...
MATEO.
Déme una seguridad... ¿Se va de Malaca?
DON DUARTE.
Acaso... ¡No puedo decirle más!
MATEO.
¡Por favor!

DON DUARTE.
Muy cerca viene quien le puede contestar.
(Ha entrado, por izquierda el PADRE JAVIER, con MANSILLA; el PADRE COSME DE TORRES; JUAN FERNÁNDEZ, portugués y YAGIRO, japonés.)
MATEO.
¡Padre Javier de mi alma! ¡No me niegue la verdad!
JAVIER.
El viento cuenta las cosas; te quería dispensar estos instantes, Mateo. Pero es más fácil celar una luz en una criba que una nueva en la ciudad.
MATEO.
¡Y qué va a ser de nosotros en Malaca, si se va!
JAVIER.
Ya es tiempo de que las crías vuelen solas.

DON DUARTE.
¿Y tan mal,
padre, le quieren las Indias, que huye de ellas?
JAVIER.
La verdad:
el misionar en las Indias es a medias misionar. Por aquí anda todavía muy a la mano Portugal; hay que luchar con los indios v los cristianos a la par. Yo sueño un mundo lejano, donde estén para luchar, de una parte, los infieles; de otra, Cristo... ¡y nada más!
MANSILLA.
No se queje el padre, que buena siembra deja atrás.
JAVIER.
Mucho besarme la mano, mucho oírme predicar..., ¡pero el mercado de negros no se acaba de cerrar!
DON DUARTE.
Los pasajeros son, pues...
JAVIER.
fistos que conmigo van: el padre Cosme de Torres, hermano novicio ya, y mi Juan Fernández, que no lo es, por humildad... Y Yagiro el japonés, que puso Dios, al andar de mi camino, como una estrella.

MANSILLA.
Por él empezó a pensar -¿verdad, padre?- en esta empresa del Japón, a que ahora va.
JAVIER.
Estaba ya entristecida mi impaciencia de no hallar un fuego que compartiera el fuego de mi ansiedad, cuando con Yagiro tuve ocasión de platicar. Hablamos de Dios; le dije, como pude, la verdad de Cristo y de su doctrina, y él me empezó a preguntar... ¿Comprendéis, hijos, la gloria para un maestro, de hallar discípulo que pregunta, alma que a su encuentro va? Es como hallar una estrella y un eco en la soledad. Me dijo que los japoneses aman todos la verdad. El alma se me encendía oyéndolo razonar; prisionero de estos ojos llenos, en su oblicuidad, de afanes de comprender y afanes de preguntar, como el piloto que grita "¡Tierra!", al verla sobre el mar, ganas de salir me dieron gritando por la ciudad: "¡Al fin hallé la inquietud y hallé la curiosidad!". Desde entonces, en mi alma, decidí correr allá; que a ese pueblo de letrados que, con hambre de Verdad, lleva preguntando siglos... ¡yo le voy a contestar!

(Ha entrado atropelladamente hombres y mujeres, entre ellos DOÑA LEONOR, DON ÁLVARO DE ATAYDE y el VICARIO de Malaca.)
DOÑA LEONOR.
(Inquieta, llorosa.) ¿Es cierto que va a zarpar al Japón su reverencia?
ATAYDE. ¿No sientes miedo del mar?
JAVIER.
Siento que vas a quedar a solas con tu conciencia.
DON DUARTE. Hoy zarpamos.
ATAYDE.
No me atrevo otra cosa a aconsejar. Mas yo no fuera a buscar al Japón peligro nuevo después del de Macassar.
JAVIER.
¿Tan grave peligro había?
ATAYDE. Siempre, el que mucho se
[adentra, un poco a Dios desafía...
JAVIER.
¡A Dios gracias, no se encuentra un Atayde cada día!
P. VICARIO.
Mirad que nadie se atreve con la gente de aquel suelo.

JAVIER.
Por eso no van al cielo: por no encontrar quien los lleve.
P. VICARIO.
Son gente de alma de nieve y dura de sentimientos que jamás se han misionado.
JAVIER.
Mirad que si habéis tomado para que mude de intento ese camino, habéis dado con el camino peor; ésa es la senda derecha para encender mi fervor... Si le auguráis tal cosecha, ¿se detendrá el sembrador?
DON DUARTE. Padre, ya es tiempo.
MATEO.
Es muy ruda
la separación.
JAVIER.
Señores...
DOÑA LEONOR. Del mejor de sus amores se queda la India viuda.
JAVIER.
(Abrazando a MANSILLA.) Dios te llene de favores, hermano, y que no me olvides mi misión y mi alegría; que me injertes y me cuides aquellas primeras vides que están verdes todavía: Comorín, que es mi desvelo... Ceylán, mi pena y mi cielo... ¡y esas Molucas, que son rosas de mi corazón v de mis ansias consuelo! Pon tu fe más encendida en todos, como quien cuida de mi descanso y mi paz... ¡Son pedazos de mi vida que me voy dejando atrás! Y vos, mi padre Vicario, seguid mi siembra... Habéis visto el estilo necesario. Predicadles a diario; y al hablar, padre, de Cristo no habléis con esa pasión, que acobarda el corazón y a los novicios retira... Hablad más que de su ira de su gracia y su perdón. No os contentéis con sermones de iglesia a puerta cerrada. Andad en conversaciones en mercados y mesones sin miedo a nadie ni a nada. Cristo vivió en un establo; y yo por Él bebo y hablo y hasta juego al ajedrez... ¡que, jugando, alguna vez le gané un alma al diablo! Todo es, por Cristo, oportuno: y si yo creyera un día que, bailando yo, podía salvar el alma de alguno..., ¡yo os juro que bailaría! Señora doña Leonor...
(Ésta le besa, sollozando, la sotana.) Mi fiel Mateo...
MATEO.
(Lo mismo que DOÑA LEO-ÑOR.)
¡Se parte el alma!

ATAYDE.
(A quien abraza el PADRE JAVIER: frío, diplomático.) ¡Siento dejarte!
JAVIER.
(Sacándose del pecho un pequeño crucifijo y dándoselo.)
Y tú toma, por favor,
esta cruz que quiero darte.
Dios te colocó a mi paso
por mi enseñanza y mi bien...
¡Conviene sentir también
la amargura del fracaso!
Adiós, todos.
MATEO.
¿Pero quién se atreve a dejar salir el padre hacia tal camino?
MANSILLA.
¡No es posible consentir que acabe tal desatino!
JAVIER.
(Con arranque muy suyo.) ¡No acabaré de salir jamás de aquí si me ablando! Si me seguís estorbando me echo ahora mismo en el mar... ¡que estoy cierto de llegar, sobre las olas, andando!
(Logra soltarse. Corre hacia el barco, seguido del PADRE COSME, YAGIRO y JUAN FERNÁNDEZ.)
MATEO. ¡Padre! ¡Padre!

JAVIER.
(Entrando en el barco: sin volver la vista.)
Basta, niño,
de blandura y sentimiento. ¡Ahí os dejo sobre el viento, sin palabras, mi cariño!
DON DUARTE.
(Que ha subido también
al barco.) ¡El ancla!... Llegó el momento.
MATEO.
¡Padre!
DOÑA LEONOR. ¡Qué pena! ¡Qué pena!
JAVIER.
Señor, el alma se llena de lo infinito del mar. ¡Al fin Javier va a intentar algo que valga la pena!
DON DUARTE.
¡Las jarcias! ¡Viento excelente! No pensé que en esta luna soplara tan reciamente.
JAVIER.
¡Ese viento es mi fortuna,
que siempre sopla hacia Oriente!

TELÓN

CUADRO TERCERO

En Funay (Japón). Interior de la cabaña de tablas y bambúes, que habitan el PADRE JAVIER y sus compañeros. Algunos modestos pertre-chos de vivienda. A la izquierda, sobre una pared en chaflán la puerta. Durmiendo, en el suelo, YAGIRO, el PADRE COSME y JUAN FERNÁNDEZ. En el centro de la escena, el PADRE JAVIER vela en estática oración. Es de noche. En el techo, por entre las ¡unturas de unas cañas, se filtrará la luz de la luna, que iluminará el rostro del PADRE.
lo que te ocurre, a salvarte vendría.
JAVIER.
No sé en qué parte está con su expedición. ¿Y nieva?
YAGIRO.
Paró algo, y luego volvió... Sobre la pradera, toda blanca, cada hoguera parece una flor de fuego que un tallo de luz tuviera.
JAVIER.
Si Dios no aplaca el delirio de estos infieles, serán flores que nos tejerán la corona del martirio.
YAGIRO.
¡Que hondas tristezas me dan, padre, de haberte animado a venir! Hablé fiado de mi pueblo y me engañé.
JAVIER.
No te engañaste. He encontrado para recibir la fe, Yagiro, en todo el Japón, las almas llenas de afanes.
JAVIER.
¡ No me des tanto consuelo, (que me quitas este anhelo con que la muerte convida...! Si haces de la vida cielo, vas a apegarme a la vida... ¡Hasta ya de estas divinas luces con que me iluminas mis honduras tenebrosas! Señor... ¡un poco de espinas! ¡Hasta ya por hoy de rosas...!
(Se oye, afuera, un grito largo y gutural, como una señal convenida. YAGIRO se levanta y observa por entre las junturas de la puerta.) ¿Ese grito...?
YAGIRO.
Es de la gente,
de los "bonzos". Se les siente muy cerca.
JAVIER. ¿Estamos cercados?
YAGIRO.
Sí, padre, completamente cogidos, por todos lados. Si supiera don Duarte, el que nos trajo al Japón.
Pero estos "bonzos", que son lo que allá son los brahmanes, me mueven persecución, porque ven que el triunfo mío lleva el pueblo a su desvío y sus poderes desgasta. Luchan para que su casta no pierda su poderío. No luchan por el amor de la Verdad, sino por los intereses rastreros... ¡Siempre los treinta dineros de Judas, contra el Señor!
(Vuelve a oírse, fuera, el mismo grito. Se levantan el PADRE COSME y JUAN FERNÁNDEZ y miran por la puerta.)
P. COSME.
¡Los "bonzos"!
JUAN FERNÁNDEZ.
¡Qué horror!
JAVIER.
¡A dar,
hijos, a la muerte el pecho! ¿No vinimos a sembrar? ¡Pues es preciso regar la siembra que ya hemos hecho!
YAGIRO.
Saben los "bonzos" que el Rey,
por no perder el favor
de Portugal, con amor
nos trata, y ellos, sin ley,
nos mueven, con el rigor
de la noche, esta enemiga.
(Se oye un ruido como si movieran los bambúes que forman la pared.)
¿No escucháis por esta parte?

UNA VOZ FUERA.
¡Padre!
JAVIER.
¿Quién es?
LA VOZ.
¡Gente amiga! ¡Padre Javier!
JAVIER. Pero diga su nombre.
(Se han visto quebrarse casi a ras del suelo algunas cañas. Aparece entre ellas, casi arrastrándose DON DUARTE DE GAMA.) ¿Quién...? ¡Don Duarte!
DON DUARTE.
Pero, hermanos, ¿no advertís el peligro? Por detrás tienen cien hombres.
JAVIER.
Y más por delante...
DON DAURTE.
¡Y lo decís
con ese rostro de paz! Tengo mi barco y mi gente muy cerca: al ver las señales de fuego, previ los males del padre, y calladamente por esos cañaverales pude llegar sin ser visto. Para salir está listo todo. Si a mí no me vieron, no os verán...

(Ademán en todos, menos en el PADRE JAVIER, de salir. El PADRE JAVIER los detiene.)
JAVIER.
¡Y es lo que hicieron los discípulos de Cristo la noche que lo prendieron! ¡Yo no negaré al Señor en el atrio de Caifas! Ni yo seré el labrador que cuando el campo está en flor se deje su siembra atrás.
DON DUARTE.
¡Estáis cercados de hogueras! Si esa canalla irascible le coge, como unas fieras, le pondrán en cruz.
JAVIER.
¿De verás? ¿Será tal dicha posible?
DON DUARTE. ¿Qué decís?
JAVIER.
¡Oh! Perecer
por su amor... ¡y en una cruz! Amigos: ya empieza a ser roja en el cielo la luz.
DON DUARTE.
¡Que no hay tiempo que perder!
JAVIER.
¿Quién habla de perder, cuando está, ya en flor, estallando la madurez de la yema...? ¡Perder...! ¡Si estamos llegando a la ganancia suprema!
P. COSME.
(Arrodillándose ante el PADRE.)
¡Yo a tu lado en muerte o vida! ¡En esta siega encendida de sol que espera tu anhelo, que me recojan del suelo como una espiga caída!
JUAN FERNÁNDEZ.
¡Y a mí!
YAGIRO.
¡Tu fe nos alienta!
JAVIER.
(A DON DUARTE.) Sal tú sin que se te sienta...
DON DUARTE.
¡No saldré... ! ¡Que cuando
[invadan
la casa esa gente, añadan un pecador en la cuenta! Diré a mi gente, que está muy cerca, que vuelva allá si gusta, que, en vida o muerte, me quedo a correr la suerte del padre.
JAVIER. ¡Hijo mío!
(DON DUARTE sale arrastrándose.)
YAGIRO.
Está amaneciendo y ya trata de llegar la gente...
JAVIER.
¡Ingrata ciudad maldecida y loca!

¿Qué daño le hizo la roca al mar que así la maltrata?
YAGIRO. Se va acercando la fiera.
JAVIER. Venid, hijos, a mi vera...
(Todos le rodean. Algunos se hincan. Él, de pie, en el centro, se digire al PADRE COSME.)
Pedro, si yo muero, toma
el mando tú... Y cuando muera,
al padre Ignacio, allá en Roma,
si alguno sobrevivís,
de mi parte le escribís
que ha muerto, pensando en él,
lleno de amores... aquel
impaciente de París.
YAGIRO.
Padre, de este lado he visto unas ramas encender. ¡Nos quieren hacer arder!
JAVIER.
¡Al fin va a sufrir por Cristo alguna cosa Javier! Si vivo, serán ganados para Dios estos estados. Si muero, espero la gloria... ¡Amigos, por todos lados me acerca ya la victoria!
(Vuelven a moverse los bambúes por donde entró DON DUARTE. Aparece, como antes, éste, y tras él hombres con armas.)

DON DUARTE.
¡Padre!
JAVIER.
¡Cuánta gente, amigo!
DON DUARTE.
Ninguno quiso partir... Llego a mi gente... le digo el caso... y dicen: ¡Contigo vamos todos a morir!
UN HOMBRE.
¡Contigo y el padre, sí!
OTRO.
¡Todos contigo!
DON DUARTE.
¡Y así, si el cielo te abre hoy su
[entrada,
llevarás una brazada de espigas dignas de ti!
(Se oyen gritos fuera. Se empieza a transparentar por los bambúes, hacia el lado de la puerta, un resplandor rojo de llamas.)
YAGIRO.
¡Fuego!
JUAN FERNÁNDEZ.
¡Nos van a quemar la casa por todos lados!
DON DUARTE.
No estamos ya desarmados. Abrid, pues, de par en par...

(YAGIRO y FERNÁNDEZ quitan  las  tablas  de  la puerta.  Amanece.  Se ven, rodeando la cama, japoneses con lanzas y antorchas encendidas. Gritos de asombro al ver los portugueses al lado de los misioneros. Todos forman grupo en el centro de la escena, mirando hacia fuera. DON DUARTE, con la espada desnuda avanza hacia la puerta.) ¿Pensabais que abandonados guardaban estos maderos unos pobres misioneros que iban a morir quemados? ¡Pues mirad los compañeros que tienen, por vuestro mal! ¡Vamos a ver si es igual hacer la guerra a Jesús cuando está junto a su Cruz la espada de Portugal!
(Los japoneses levantan las manos, con grandes gritos insistentes. DON DUARTE pregunta a YAGIRO.) ¿Qué quieren?
YAGIRO.
Parlamentar.
DON DUARTE.
Pues di que se acerque uno.
(YAGIRO sale a la puerta. Se le acerca un japonés haciendo grandes reverencias. Habla un instante a YAGIRO, con grandes gestos.)
¿Qué habla
YAGIRO.
Dice que ninguno quiere al portugués dañar ni sus armas ofender...
DON DUARTE.
Diles que se dejen de esas cortesías japonesas que yo no alcanzo a entender. Diles que el padre Javier y todos estos cristianos viven en nuestra amistad. Y de su vida, a mis manos, con niños y con ancianos, me responde la ciudad.
YAGIRO.
Dice que pases encima de su alfanje y su puñal..., que el Rey tiene en grande
[estima la amistad de Portugal.
JAVIER.
¡Más honda herida mortal de esta manera me han dado! ¡Los mismos que se han burlado de mis misiones cristianas ahora se rinden de grado, por no perder su mercado de sedas y porcelanas! Pero así no habrá de ser. ¡Esas armas, envainadas!
(Subyugados todos, incluso DON DUARTE, envainan las espadas.) No vino el padre Javier hasta el Japón a vencer con arcabuces y espadas. ¡Ninguno me ha de seguir!
(Saca de su pecho, el crucifijo.)
¡Y ahora, miradme salir sin más armas que mi Dios, mi fe, mi cruz... y esta voz que no quisieron oír! ¡Hincada toda la gente!
(Los japoneses le abren paso. Se inclinan, subyu-dados por su figura. El PADRE se vuelve, desde fuera, hacia DON DUARTE.)

¡Y tú, al volver a Occidente, cuenta que has visto, a la luz clara y lejana de Oriente, doblar a un pueblo la frente, sin más armas que la Cruz!
(Sigue avanzando, mientras cae el

TELÓN


EPÍLOGO

Interior del castillo de Javier, en Navarra. Postigo a la derecha. A la izquierda, puerta hacia las habitaciones interiores. Chimenea de campana. Junto a ella, en sillones y sitiales, DON MIGUEL DE JASO, hermano primogénito de JAVIER; otro hermano, e hilando en la rueca, una HERMANA. DON MIGUEL está leyendo una carta.


MIGUEL.
"... Ahora ando, hermano, en el trance, si el Señor fuere servido, de embarcar a China, donde espero abundante trigo para Dios. Gracias al cielo, con los japoneses sufrimos algo con qué compensar los pecados infinitos con que habernos agraviado la dulce sangre de Cristo, el Señor nos preservó la vida; seguro signo, pues la vida nos alarga, de que es poco lo que hicimos. Habrá que hacer más labor, pues que Dios nos da más hilo. La salud anda quebrada y el color vuelto amarillo. De un año tengo a esta parte el cabello emblanquecido. Pero así voy más aprisa por mi senda y mi camino, que como el cuerpo anda flaco le pesa poco al espíritu y me lo lleva en volandas como pajuela de trigo. No me olviden en los rezos como yo no les olvido. Inútil siervo de Dios y hermanó vuestro, Francisco."

HERMANO.
¡Viva como el primer día su impaciencia!
HERMANA.
¡Siempre el mismo!
Habla de marchar a China como hablara aquí, de niño, de ir a la vera, al jardín, la cuadra o el corralillo.
(Unos golpes en la puerta.)

VOZ, FUERA.
¡Abran, hermanos, al pobre!
HERMANO.
¿Llamaron?
MIGUEL.
(Abre. Se oye, al abrir, el viento fuera. Hay un mendigo a la puerta.) Abre el postigo.
MENDIGO.
Hermanos, por caridad, digan si es éste el castillo de Javier.
HERMANA.
Éste es, hermano.
MENDIGO.
¿Quisieran darle al mendigo un poco de pan?
HERMANA.
Espere, que voy por él, y el postigo entorne, que el viento sur hoy corta como un cuchillo.

MIGUEL.
Tiene la tarde color de hábito de San Francisco.
HERMANO.
Y anda como un oso pardo, gruñendo de pico en pico, la tormenta.
(Ha vuelto la HERMANA con el pan.)
HERMANA.
Tome, hermano. Dios le ampare en su camino.
MENDIGO.
Y Él bendiga a la familia, si tiene alguno en peligro de mar o tierra.
HERMANA.
(Cerrando la puerta.) ¡Jesús!
MIGUEL. ¿Qué pasa?
HERMANA.
Un escalofrío que me cortó el cuerpo.
MIGUEL.
(Mirando por izquierda.) Hermana,
¿no se le ha apagado al Cristo de la capilla la lámpara?
HERMANA.
Acaso un soplo de frío...
MIGUEL.
Ve a remudarle el aceite y encender...
(Entra la HERMANA. Pausa corta. Se la oye gritar dentro.)
HERMANA.
¡Jesús! ¡Dios mío!
MIGUEL. ¿Qué pasa?
HERMANO.
¿Qué pasa, hermana?
HERMANA.
(Entra, temblorosa de excitación.) ¡Estos dos ojos lo han visto!
Me acerco con la candela a la lamparilla..., miro al Cristo que, en el altar, está sobre el crucifijo..., advierto un color extraño por todo el cuerpo del Cristo..., le toco, y... ¡mirad mis manos mojadas de un rojo tibio! ¡listaba sudando sangre! ¡Sudando sangre! ¡Lo he visto! ¡Tocad!
(Tocan sus hermanos las manos de ella.)
MIGUEL. ¡En verdad es sangre!
HERMANO.
¡Sangre templada!
HERMANA.
¡Dios mío!
¡Allá en su tierra lejana,
algo le pasa a Francisco!
(DON MIGUEL ha cogido el hachón que iluminaba la escena. Han salido todos por izquierda, hacia la capilla. Queda la escena a oscuras. Se oyen las voces dentro.)
¡Tocadlo!
MIGUEL.
¡Sangre, sí, sangre!
HERMANA.
(Sollozando.) ¡Algo le pasa a Francisco! ¡¡Algo le pasa a Francisco!!

(Se abre en el fondo un rompimiento de luz Aparece en él la playa de Sanchón (San Choan), en Cantón. Arena, mar y cielo. Se ve entrar al PADRE JAVIER, tal como él se ha descrito en la carta, apoyándose en el hombro de PABLO DE SANTA FE, que es el mismo YAGIRO, ya bautizado.)
JAVIER.
Ahora sí que, hermano Pablo de Santa Fe, ya mi cuerpo se me niega a obedecer el ánima...
PABLO.
¡Padre!
JAVIER.
Veo que esta playa de Sanchón será de mi senda término. ¡Morirse viendo las costas de China, que eran mi anhelo, sin entrar en ella, como Moisés murió en el desierto, con la tierra prometida, que era todo su deseo, tan cerca de sus miradas y de sus manos tan lejos!
PABLO.
No diga el padre esas cosas.
JAVIER. Pablo, déjame un momento.
(PABLO se ha retirado a un rincón. El P. JAVIER ha caído de rodillas en el centro.)
Postrado a tus pies benditos aquí estoy, Dios de bondades, entre estas dos soledades del mar y el cielo infinitos. Con sal en la borda escritos fracasos de su poder, vencida de tanto hacer frente al mar y a su oleaje, ya va a rendir su viaje la barquilla de Javier... Te he confesado hasta el fin con firmeza y sin rubor; no puse nunca, Señor, la luz bajo el celemín. Me cercaron con rigor angustias y sufrimientos. Pero de mis desalientos vencí, Señor, con ahínco. Me diste cinco talentos, y te devuelvo otros cinco.
(Desfallecida la voz-) Bendice, ahora que se gasta mi luz, a Ignacio y Loyola... Cuida a mi gente española... Y si algún día mi casta reniega de Ti, y no basta para aplacar tu poder, en la balanza poner sus propios merecimientos, ¡pon también los sufrimientos que sufrió por Ti Javier!
(Se deja caer sobre sus piernas. Se acerca PABLO DE SANTA FE.)
PABLO.
¡Padre!
(Trata de sostenerlo por los hombros. El P. JAVIER, como si no se entérase, sigue con la vista en el cielo.)

JAVIER.
¡Morir cuando queda tanto que hacer en Tu obsequio!
PABLO. ¿Qué quiere, padre?
JAVIER.
Don Álvaro  de Atayde... Pídele al cielo que le perdone..., que yo con esa esperanza muero... ¿Lo harás?
PABLO.
Lo haré.
JAVIER.
Se me nublan los ojos, y todo el cuerpo se me hace una llaga viva.
PABLO.
¡Padre!
JAVIER.
(Luchando aún por mantener el rostro hacia el cielo.) Señor, en Ti espero.
(Sonrisa de gozo.) Sí..., no me ocultes tu rostro... Ya va a buscarte tu siervo...
(Va dejando caer la cabeza, mientras dice:) In te, Domine, speravi non confundar in aeternum!

(Se desploma definitivamente. Va cayendo, lentamente, el


TELÓN


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